CHOAY, FRANÇOISE

El reino de lo urbano y la muerte de la ciudad. En AA.VV. Visions urbanes:Europa 1870-1993: la ciutat de l'artista: la ciutat de l'arquitectes; Madrid. Electa. Centre de Cultura Contemporània de Barcelona.1994.

 

 

Europa es hoy triunfalmente urbana. El espacio rural y las poblaciones rurales se reducen día a día mientras se multiplica el número de megalópolis, conurbaciones, comunidades urbanas, tecnópolis y polos tecnológicos.

«Ciudad» se ha convertido en la palabra clave de la tribu política, una palabra para todo de la tribu mediática, la palabra coartada de los clanes de urbanistas; de los urbanizadores, de los arquitectos, de los administradores, de los sociólogos que la escrutan, la auscultan y/o pretenden darle forma. ¿Pero es urbanización sinónimo de producción de ciudad?

La situación urbana actual es el resultado de la transformación de la ciudad europea que tuvo lugar de forma manifiesta entre la década de 1850 y nuestra época. Sobre el mapa de Europa encontramos los mismos nombres que en la edad media: admiramos la larga duración de estas construcciones urbanas que llevan por nombre París, Napoles, Londres, Milán, y también Barcelona, Praga, Zúrich..., y nos maravillamos de la vitalidad actual de esos antiguos conjuntos de ciudades medievales, hanseáticas o flamencas.

Sin embargo, lo que se ha producido en el curso de algo más de un siglo no es una trivial evolución sino una mutación, enmascarada por la permanencia de las palabras v de los topónimos. Sólo nuestra «civilización de la imagen» es capaz de mostrar las secuencias que pongan de manifiesto el carácter, la magnitud v la historia de esta mutación.

Con este fin, esta exposición confronta dos series de representaciones: unas emanan de los arquitectos-urbanistas; las otras de los artistas. Las primeras, al servicio de la acción, de la ideología y a veces del sueño, son proyectos, unas veces realizados, otras no. Las segundas registran la metamorfosis del campo urbano con sensibilidad de sismógrafo. ¡No nos equivoquemos al respecto! No se trata de ilustración sino de videncia, privilegio de los artistas que revelan y dan cuerpo a los fenómenos. Así, desde finales del siglo pasado, pintores, grabadores, fotógrafos y cineastas nos confrontan a una ciudad bifronte: benéfica según algunos, efigie del progreso y de la belleza, fermento de vida social incluso en el anonimato de la multitud; maléfico según otros sinónimos de caos de perversión de una indigencia y de una fealdad de la que la soberana estética del cine ha sabido apropiarse. Sin embargo; a medida que pasa el tiempo, unos y otros señalan por igual la acumulación progresiva de personas, la multiplicación de las trayectorias y la aceleración de la velocidad, el gigantismo contagioso de las construcciones verticales y horizontales, la diseminación periférica y, para terminar, una forma de la ausencia.

La mirada sucesiva y convergente de pintores, fotógrafos y cineastas nos pone en guardia contra las palabras. La secuencia de sus presentaciones obliga a preguntarse si la divinidad bifronte, esta ciudad-madre y castradora hoy invocada y conjurada con pasión y desespero para justificar nuestro trabajo de urbanismo y fundamentar sus virtudes, no es más que mía trampa; si el viejo concepto y la imagen convenida, en los que tienen cabida desordenada centros históricos, ciudades nuevas, suburbios y megalópolis, no están funcionando a la manera de mito encargado de obviar la impotencia y la angustia, y si no disimulan la inadecuación de la palabra a la cosa. Los historiadores nos han enseñado no obstante que «los hombres no suelen cambiar de vocabulario cada vez que cambian de costumbres», y que la conservación de las palabras contribuye a la larga duración de nuestros esquemas mentales, es decir, en este caso, a su arcaísmo.

¿No ha llegado entonces el momento de admitir, sin sentimentalismos, la desaparición de la ciudad tradicional y de preguntarse sobre lo que la ha sustituido, esto es, sobre la naturaleza de la urbanización y sobre la no-ciudad que parece haberse convertido en el destino de las sociedades occidentales avanzadas? Este va a ser mi propósito.

La palabra y la cosa.

Como paso previo a la exploración del ámbito urbano entre 1850 y 1950, conviene hacer un rápido excurso referido a tres términos: ciudad, urbanismo y técnica. En el caso de los dos primeros se tratará de recordar su acepción original. Por lo que hace al tercero, por el contrario, se tratará de un enfoque tactual y no semántico, destinado a poner de relieve el vínculo insuficientemente reconocido que une la técnica a la ciudad y hace del término una palabra clave del ámbito urbano Ciudad. Pondremos entre paréntesis su sentido institucional: objeto de una convención, variable según el país (en Francia, población de al menos 2.000 habitantes aglomerada en un solo municipio, y que constituye un instrumento administrativo, jurídico y fiscal).

En el lenguaje común actual, «ciudad» continúa designando el lugar o el soporte estático de una triple comunicación que atañe al intercambio de bienes, de informaciones y de afectos. Aún se la concibe como la unión indisociable de lo que los romanos llamaban urbs (territorio físico de la ciudad) y civitas (comunidad de los ciudadanos que la habitan), o también como la pertenencia recíproca entre una población y una entidad espacial discreta y fija.

Pero la entrada en la era industrial y las concentraciones demográficas sin precedente que ésta indujo han hecho mella en esta asociación ancestral. En 1855, Haussmann lo subrayaba a propósito de París en un discurso pronunciado ante el consejo municipal:

«¿Es apropiado hablar de «municipio» para referirse a esta inmensa capital? ¿Qué lazo municipal une a los dos millones de habitantes que se apiñan en ella? ¿Podemos acaso observar entre ellos alguna afinidad de origen? ¡No! La mayoría de ellos proviene de otros departamentos; muchos de países extranjeros donde conservan sus familiares, sus más preciados intereses y, a menudo, la mejor parte de su fortuna. París es para ellos un gran mercado de consumo; una inmensa cantera de trabajo: mía arena de ambiciones o tan sólo una cita de placer. No es su tierra.»

Etimológicamente, la palabra francesa ville procede del latín villa, que designaba un asentamiento rural autárquico que a menudo constituyó el núcleo de las ciudades medievales. Esta etimología subraya la pertenencia de la ciudad europea pre-industrial al campo. Mumford, uno de los primeros, nos ha enseñado que, a excepción de algunos centros congestionados, la ciudad de la edad media no estaba simplemente «en el campo, sino que formaba parte del campo», y esta relación de interdependencia vuelve a ser puesta de relieve en la actualidad por los historiadores de la ciudad europea.

También aquí la revolución industrial minó una asociación original y destruyó la relación de complementariedad que unía la ciudad y el campo y ahondó la famosa diferencia entre ambos, que según Marx el comunismo debería suprimir. Sin embargo, no fue gracias a una revolución social sino a una permanente evolución técnica como se inició la supresión de esta diferencia. Ya veremos que el proceso continúa y tiende a eliminar, en provecho de una entidad que ya no es ciudad ni campo, los dos términos que, lógica y fenomenológicamente, existían el uno por el otro.

Urbanismo. El término es un neologismo propuesto por el catalán Ildefons Cerdà en su Teoría general de la urbanización (1867) e introducido en Francia, en la primera década del presente siglo, por H. Prost y un grupo de practicantes que actuaban en el entorno del Musée Social. La noción de urbanismo nació en el marco de una reflexión sobre el impacto espacial de la revolución industrial: la ciudad sufrió entonces un trastorno espontáneo que pareció del orden de un cataclismo natural incontrolable.

Desdé su creación, la palabra ha servido para designar dos tipos de actuación diferentes.

Por una parte, la palabra «urbanismo» designa una nueva disciplina que se declara autónoma y que pretende ser ciencia de la concepción de las ciudades. Postula la posibilidad de un control completo del hecho urbano y para este fin ha elaborado teorías clasificables en dos corrientes: una, llamada progresista, apunta al progreso y a la productividad; otra, llamada culturalista, se concentra en objetivos humanistas. Sin embargo, a despecho de sus diferencias, las teorías de ambas corrientes se fundamentan en un procedimiento idéntico: análisis crítico de la ciudad existente y elaboración a contrario de un modelo de ciudad que puede ser construida y reproducida ex nihilo.

El modelo progresista (los CIAM, Le Corbusier) propone un objeto urbano separado cuyos componentes estandarizados se reparten en el espacio según un orden funcional y geométrico. El modelo culturalista (la ciudad-jardín de Howard) es, por el contrario, compacto y multifuncional. El modelo progresista dominó la escena europea desde los años veinte pero no tuvo una aplicación significativa hasta después de la Segunda Guerra Mundial y la reconstrucción.

En esa misma época las pretensiones científicas del urbanismo teórico empezaron a ser desestimadas y empezó a ser denunciado «el postulado del espacio objetivo y neutro.» Empezó a ponerse en evidencia la naturaleza política e ideológica de la ordenación de la ciudad o, dicho de otro modo, la elección de los valores que la sustentan: numerosas disciplinas científicas pueden contribuir a la organización del espacio urbano, pero una ciencia normativa de la ciudad es una noción contradictoria. Se ha puesto de manifiesto que las teorías del urbanismo respondían a un pensamiento anacrónico, cosificador y marcado con el sello de la utopía: la creación de modelos urbanos ha aparecido como un dispositivo reductor, el instrumento totalitario de una puesta en condiciones.

Por otra parte, y durante el mismo período, el término «urbanismo» designa también otro procedimiento, pragmático y sin pretensión científica, que no pretende ya cambiar la sociedad, sino que busca más modestamente regularizar y organizar con la mayor eficacia el crecimiento y el movimiento de los flujos demográficos, así como el cambio de escala de los equipamientos y de las construcciones provocados por la revolución industrial.

Antes incluso que la creación de la palabra urbanismo, el arquetipo de esta actuación, que sería mejor llamar «ordenación regularizadora», aparece con las «grandes obras» de Haussmann. El verbo «regularizar» aparece repetidas veces en sus Mémoires para confirmar el papel precursor del prefecto y el parentesco de su enfoque con el de los Regulierungspläne de Stübben y de Wagner en Alemania y Austria, así como con los planes reguladores de los urbanistas franceses Hénard, Prost y Jaussely.

La técnica: deus ex machina que mueve los hilos del teatro urbano desde el gran cataclismo de mediados del siglo XIX.

Sabemos que la ciudad es un fenómeno demasiado complejo para que pueda ser pensado en términos de cadenas causales simples: pone en juego haces de determinación inscritos en bucles de retroacción, cuya complejidad no se agota con un análisis sistémico. Sin embargo, para explicar las alteraciones espontáneas o concertadas que ha sufrido la ciudad europea preindustrial, los historiadores han hecho especial hincapié en los factores económicos y políticos (papel del capitalismo, lucha de clases), así como en factores demográficos (crecimiento, masificación, flujos, todos ellos igualmente condicionados por los adelantos de la salud publica y de la epidemiología, y por el éxodo rural).

El rol que ha desempeñado la técnica en la transformación de la ciudad europea ha sido tan escasamente reconocido que merece que le concedamos aquí lugar de privilegio. La reflexión (no filosófica) sobre la técnica y su historia tiende a aislada en su campo propio, pese al hecho de hallarse implicada, simultánea y directamente, tanto en la morfogénesis del espacio urbano como en la génesis de las mentalidades y de los comportamientos urbanos.

Cerdà fue el primero en calibrar ese poder al hacer de las técnicas de transporte el motor de la historia espacial de las ciudades, que el invento del ferrocarril y el uso de la electricidad vinieron a revolucionar.

A fin de distinguir las etapas de la transformación ocurrida entre 1870 y 1990 podemos retomar hoy de manera más global la secuencia de innovaciones técnicas que inauguran v jalonan este período. Los ámbitos que se afirman de modo más notable son:

- La construcción. Cerdà no menciona este campo, el papel del cual fue más tarde destacado por dos historiadores de la arquitectura, S. Giedion y R. Banham. Recordemos que en la segunda mitad del siglo XIX se perfeccionó la fabricación de nuevos materiales (acero, hormigón, cristal), cuyos procedimientos de aplicación contribuyeron a cambiar el estatuto de los edificios, transformándolos en objetos técnicos; los equipamientos mecánicos y eléctricos, que han hecho posible una mayor densidad del tejido urbano al generalizar la construcción en altura (ascensor) y al «acondicionar» (aire, temperatura) los edificios, liberándolos así de un conjunto de restricciones de implantación y de dimensionamiento; la industrialización del edificio, que estandariza el marco edificado y favorece no sólo el crecimiento de la periferia de la ciudad, sino que supone una ocupación difusa del territorio entero disponible para la construcción.

- Los transportes. A partir de 1850, el tren, que permite a la sociedad occidental el acceso a una movilidad en masa sin precedentes, se convirtió en el factor más potente de densificación de las ciudades. Más tarde, a finales de siglo, secundado por el tranvía y el metro, el tren contribuyó de nuevo a su expansión. A partir de los años treinta, el automóvil devolvió a las redes viarias el papel perdido en la expansión de las ciudades e incrementó aún más la movilidad general, mientras la aeronáutica contribuía a fijar los grandes nudos urbanos.

- Las telecomunicaciones. El telégrafo, la radio y el teléfono, con sus últimas aplicaciones informatizadas, han sido respectivamente emparejados con las diferentes técnicas de transporte, cuyo funcionamiento controlaban o controlan. Además, las telecomunicaciones han multiplicado directamente los intercambios de información entre los ciudadanos, extendido su campo de acción, transformado su experiencia del espacio y del tiempo y, con ello, la estructura de sus comportamientos.

La última cara de la urbanidad.

Con sus resplandores, estancamientos y fracasos, en la mutación urbana, cuyo ineluctable cumplimiento configura el tema de esta exposición, destacan algunos puntos álgidos. Sin embargo, su sucesión se ordena a partir de un origen que ha dejado huella en la mayoría de las ciudades de Europa y cuya ausencia lamentamos: la obra de Haussmaim.

El París de Haussmann posee valor de límite:

desenlace de una tradición y punto de partida de otra. El vínculo de la capital metamorfoseada con la ciudad preindustrial es tanto más fuerte cuanto que, por una ironía de la historia, París sigue siendo la única metrópolis cercada en Europa, encerrada por voluntad de Thiers en el interior del muro anacrónico que sólo caerá después de la Primera Guerra Mundial. Pero, a pesar de este encierro, juega un papel inaugural gracias a la regularización impuesta por el prefecto. Por primera vez, éste trata el conjunto de los espacios heterogéneos de la capital como una entidad única a la que im plan global dotará de isotropía. Este plan, que transformó los París de Balzac en la metrópolis de Zola, permitió de modo particular tres logros fundamentales e inseparables. Hizo de la ciudad por entero un sistema de comunicaciones: un entramado jerarquizado de vías rompe el aislamiento de los barrios, comunica los puntos claves y cardinales de las ciudad entre sí y con las estaciones de ferrocarril, como puertas urbanas que conectan la ciudad cerrada con el conjunto del territorio nacional. Como corolario, la escala de toda la ciudad aumenta, al conjugar operaciones quirúrgicas (aberturas, ensanches) e injertos (integración de todos los espacios ubres intra muros a ambos lados de la barrera del antiguo edificio de los recaudadores de impuestos). Finalmente, dota a toda la ciudad de un equipamiento higiénico concebido en forma de redes técnicas isomorfas y de un sistema respiratorio de zonas verdes.

Si llamamos urbanidad al ajuste recíproco de una forma de tejido urbano y de una forma de convivencia, se puede, con toda razón, hablar de una urbanidad haussmanniana. Ciertamente, el ensanchamiento de la escala de las vías, de las parcelas y de los edificios rompió el marco de relaciones sociales de proximidad característico de la ciudad preindustrial; pero sólo para sustituirlo por un nuevo marco de convivencia. De una parte, el tejido urbano de plantillas ensanchadas conservó una continuidad que satisfacía a la vista y al cuerpo por la proporción recíproca y rigurosa de las dimensiones (anchura y altura) de las calles, de las aceras y de los edificios que las bordean. Sobre todo, queda encajada en el tejido urbano una estructura a pequeña escala. Constituida por un mobiliario urbano diversificado, concebido, diseñado, producido e instalado con esmero, así como por árboles y recintos cubiertos de verde, la ciudad convierte las aceras y los jardines en un teatro de relaciones sociales inéditas: aleatorias, anónimas, cosmopolitas.

En otros lugares, entretanto, las fortificaciones habían sido o estaban siendo derribadas; la ciudad tradicional estallaba bajo la presión demográfica y las parcelas sin fin de los suburbios londinenses simbolizaban la expansión salvaje de la ciudad. El ejemplo del París haussmanniano había sido meditado: Cerda, Stübben y Wagner dieron fe de ello; la acción regularizadora había sido llevada a las ciudades abiertas y, de acuerdo con otros procedimientos, promovería la misma urbanidad inédita, en Viena y Barcelona por ejemplo.

A diferencia de París, en estos dos casos los antiguos centros históricos se dejaron casi intactos, lamentablemente según Cerda y con la voluntad expresa de conservar el pasado en el caso de Otto Wagner. «Conviene respetar la belleza v satisfacer las exigencias de salubridad y de circulación con la conservación adecuada del patrimonio existente, aplicándonos a aportar las mejoras capaces de satisfacer las exigencias modernas», observa Otto Wagner en 1893 en la introducción a su Proyecto de plan regulador general para la ciudad de Viena.

Este plan procede, igual que el de Haussmann, de una visión global v prospectiva de la ciudad. Pero, en esta ocasión, se trata de un plan ampliamente abierto al territorio circundante, a partir del Ring monumental que había sido acondicionado sobre el trazado de las antiguas fortificaciones. En la versión definitiva de 1910 tres fueron los instrumentos a los que se recurrió para controlar la expansión de la ciudad: un sistema viario prolongable indefinidamente, concebido en forma de anillos periféricos concéntricos, relacionados entre sí y con el anillo inicial del Ring por medio de vías radiales; un sistema de Unidades de Aglomeración (Stellen de cien a ciento cincuenta mil habitantes), bien individualizadas, implantables en las vías radiales y destinadas a canalizar la urbanización; y abundantes reservas inmobiliarias periféricas justificadas por la imposibilidad de una prospectiva urbana. Contrario a todo tipo de actitudes utopistas, de las que denuncia su dogmatismo cientifista y su lógica del objeto discreto, Otto Wagner constata que «no es posible prefigurar con certeza cuál será la imagen futura de la ciudad, dado que no existe un catecismo de lo urbano.» Su plan está abierto a los cambios y a las incertidumbres, pero tanto en el tratamiento del Ring como en el de los Stellen se mantiene vinculado a mía concepción de la ciudad como objeto discreto, de tejido continuo. Y si ese tejido no siempre escapa a la desmesura y presenta en ocasiones algunas lagunas, Wagner se inclina a paliar este defecto a través de la pequeña escala y mediante la acusada estética de un sistema de detalles amables y de mobiliario urbano comparable al de París.

En Barcelona, Cerdà había propuesto una solución a la vez más innovadora y más restrictiva. Su plan de 1859 (traicionado en parte en su realización) pone en relación el centro histórico, por fin liberado de sus murallas, con un territorio virtualmente ampliado a toda Europa. «Los rasgos distintivos de la nueva civilización son el movimiento y la comunicación» y, a sus ojos, «la ciudad no es más que una especie de estación, o de un eje del gran sistema viario universal.» Se trata pues de un plan de extensión indefinida que rompe a la vez con la noción de aglomeración discreta y con los esquemas de organización concéntrica. Se basa en la interconexión de sendos entramados ortogonales de escala distinta: un entramado mayor atravesado por diagonales y destinado al gran tráfico territorial., con vías de 20 a 50 metros de ancho; y otro menor, destinado al pequeño tráfico local y que, con sus manzanas de 133 metros de lado, chaflanes en sus esquinas y el centro abierto, constituye el elemento urbano de base, una especie de unidad de vida v de vecindad.

¿Es pertinente considerar el plan Cerdà como una de las tres figuras clave del urbanismo de regularización? Varios argumentos parecen refutar la afirmación. Primero, Cerdà es el primer teórico del urbanismo que pretende hacer de él una disciplina científica completa. Luego, su plan titulado Reforma y ensanche de Barcelona había sido en efecto concebido como instrumento de una política igualitaria que debía procurar las mismas ventajas a todas las clases de la población, un plan marcado indiscutiblemente por la utopía. Finalmente, este plan no se contenta con crear redes de unión con el territorio, sino que se convierte en territorio y, por lo mismo, parece contradecir la lógica del urbanismo modelizador tanto como la del urbanismo regularizado. Sin embargo, todas esas objeciones son rebatibles. El plan de Barcelona precede en cuatro años a la gran obra teórica que constituye una justificación a posteriori del primero. Además, no propone el modelo de una ciudad nueva sino estructuras generativas que permiten adaptar la antigua ciudad a las nuevas técnicas. Estas estructuras se han deducido de un doble análisis de la situación específica de Barcelona y de los componentes de la ciudad en general; lo que convierte a Cerda en el creador de la geomorfología urbana. Además, si la capital catalana se ve inducida a extenderse en todas las direcciones por donde lo permitan las condiciones físicas, este proceso queda controlado por el dispositivo del doble mallado ortogonal. Este asegura la continuidad (por aireada que sea) y la homogeneidad de una trama edificada cuyas manzanas normalizadas ofrecen una completa libertad arquitectónica y, sobre todo, se convierte, gracias a la articulación de su reducida escala con el gran sistema viario, en el escenario de inéditas formas de convivencia. Por todo ello, el plan Cerda debe ser clasificado dentro de la misma categoría que los de Haussmann y Otto Wagner.

Otros planes cercanos o derivados de estas tres estructuras regularizadoras han asegurado, en otras grandes ciudades europeas, la pervivencia de la urbanidad metropolitana nacida en la segunda mitad del siglo XIX. Hasta mediados del siglo XX, todas esas ciudades y muchas otras acogieron e integraron, sin verse alteradas por ello, la sucesión y la diversidad de experiencias y de estilos arquitectónicos nuevos. El modernismo (más barroco en Barcelona, más pictórico en Praga, Viena o Munich, más reservado en París o en Bruselas), el clasicismo estructural de Perret, el funcionalismo de los CIAM o incluso el monumentalismo de la arquitectura llamada totalitaria, en Italia o en Alemania, han aportado una nota plástica nueva a la ciudad europea sin modificar su estructura.

Después de la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción respetó en la mayoría de ocasiones el perímetro de las ciudades destruidas, limitándose a ampliar y homogeneizar su tejido urbano. Le Havre, que fue reconstruida de arriba abajo con hormigón por Perret, sigue siendo una ciudad tradicional fechada únicamente por el material y un estilo arquitectónico.

Al lado del tipo metropolitano, el de la ciudad y la urbanidad preindustriales no había desaparecido de Europa. Aún vegetaban numerosos asentamientos antiguos y, en otros casos, por ejemplo en Italia del norte, en el sur de Alemania o en los Midlands de Inglaterra, la densidad de la antigua base urbana limitaba la extensión de las ciudades.

Señales de deconstrucción.

Con todo, no habían faltado desde principios de siglo signos que anunciaban una deconstrucción inminente de la ciudad europea. Se puede realizar un rápido resumen sin separar el pequeño numero de realizaciones de los innumerables proyectos, sueños y teorías.

La ciudad lineal

En 1882, un intelectual español, Soria y Mata, publica en el periódico madrileño El Progreso un primer proyecto de ciudad lineal, fruto de su reflexión sobre las nuevas técnicas de transporte y de telecomunicaciones y las incidencias sociales de éstas. Al igual que Cerda, se halla convencido de que la comunicación bajo todas sus formas es el futuro del mundo, y comparte con él el empeño en mejorar las condiciones de la clase obrera. Sin embargo, en lugar de pensar el proceso de comunicación generalizada que es el urbanismo en términos de implantación homogénea y multidireccional, lo concibe bajo una forma puramente lineal: «Una calle indefinidamente prolongable de 500 metros de anchura.»

El eje longitudinal de la Ciudad Lineal reagrupa las vías de transporte (ferrocarriles; tranvías, carteleras), las redes de servicios de distribución de agua, gas, electricidad y teléfono, así como los servicios municipales y de parques. A un lado y a otro de esta espina dorsal, dos franjas longitudinales formadas por manzanas ortogonales asocian el hábitat individual a los establecimientos públicos, comerciales y culturales, y su desarrollo tiene lugar pari passu, conforme a las necesidades.

Este modelo está destinado a suprimir la concentración y la densificación urbanas; debe evitar la diseminación de la construcción a través del territorio y preservar la integridad del campo. Por último, simplifica al máximo la interconexión de las redes de servicios.

Soria imagina de este modo una ciudad lineal ininterrumpida de Cádiz a San Petersburgo, planteando por vez primera el problema del asentamiento humano a escala mundial. Pero las ambiciones de Soria aún eran prematuras y sólo pudo aplicar su modelo a las dimensiones de un suburbio madrileño comunicado por un carril central de tranvía.

El mismo esquema de desarrollo fue recogido finales de los años veinte en la Unión Soviética por un grupo de arquitectos e ingenieros que se daban a sí mismos el nombre de «desurbanistas» y para quienes la urbanización lineal significaba la abolición de la ciudad. Conocían la obra publicada de Soria y es probable que se inspiraran en él. Pero su modelo, más elaborado y con una zonificación rigurosa, favorecía objetivos distintos: la realización del socialismo y la optimización de la producción industrial. Como señalaba M. Miliutin en una importante obra teórica, la cadena de montaje había sido trasladada de la fábrica al nivel del territorio. El provecto de desurbanización conoció un principio de aplicación en Magnitogorsk (Leonidov, 1929) y en Stalingrado (Miliutin, 1930). Pero en 1931, Stalin puso punto final a esas «desviaciones» ideológicas.

Los CIAM: ciudad máquina y desaparición de la urbanidad.

Le Corbusier se mofó de los desurbanistas en nombre de la defensa de la ciudad. Pero, ¿era acaso una ciudad la utopía que él describió y diseñó a lo largo de su vida con el nombre de «Ciudad Radiante»? Más bien se presenta como deconstrucción sistemática de todos los tipos anteriores de ciudades, de toda forma de aglomeración continua y articulada. Y es, por lo demás, el mismo tipo de desintegración y el mismo modelo el que proponen, desde los años veinte a los años cincuenta, los planes de Le Corbusier para París, Argel, Saint-Dié, Albi...

La Ciudad Radiante me servirá de paradigma para definir —esquemáticamente— el urbanismo de los CIAM, que tuvo en Le Corbusier a su instigador en 1928 y a uno de sus principales protagonistas más adelante. Esta elección es legítima, ya que si bien Le Corbusier inventó poco en la materia, «su gran mérito», según la palabra de Bruno Taut, «es haber dado forma literaria a los principios modernos.» En este sentido, ejerció una influencia internacional sin igual sobre la ordenación territorial y urbana después de la Segunda Guerra Mundial

CIAM: Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna. El Congreso representa, a intervalos regulares, un momento culminante de militancia y de formulación doctrinal para los miembros de un movimiento que agrupa a arquitectos reunidos por su fe en la técnica y una voluntad común de romper con el pasado. Este movimiento surgió de la crisis abierta en el transcurso de las segunda mitad del siglo XIX a causa de la transformación de las técnicas de construcción y la amenaza que dicha transformación hacía gravitar sobre el estatuto de los arquitectos. Responde, a su modo, a la advertencia realizada por Viollet-le-Duc al final de sus Entretetiens, donde temía que «el rol de los arquitectos [hubiese] llegado a su fin [y] empezado el de los ingenieros.»

Los miembros del CIAM redefinen el papel del arquitecto en la nueva sociedad tecnicista cuya ordenación global reivindican. Pero romper sin compromiso con su propia tradición y asimilar la magnitud y el alcance de las transformaciones técnicas ocurridas en su campo hubiese exigido de ellos la adquisición de nuevos conocimientos y de nuevas competencias; la mayoría se ahorraron este esfuerzo, en favor de una ideología de vanguardia. Combatían por una causa, la modernidad. Luchaban por erradicar las formas y tradiciones arquitectónicas del pasado; para ellos, la modernidad estaba simbolizada por objetos (silos, transatlánticos...) antes que por procesos o nuevos sistemas de relaciones. El edificio era proyectado como objeto técnico, como artefacto incluso, según atestigua la famosa fórmula de "artefactacto habitable» que Le Corbusier tomó de Ozenfant. Corolarios: el edificio se convertía en objeto autónomo, desligado de toda dependencia o articulación contextual y, llegado el caso, podía ser reproducido por la industria.

Además, el nuevo estatuto de objeto arquitectónico contaminaba el de la ciudad que, participando de los mismos principios, pasaba al control del arquitecto: transferencia de competencias avalada por la Carta de Atenas, que redactó el CIAM de 1933. La ciudad se convierte a su vez en una machine à vivre y debe asimismo «hacer tabula rasa del pasado.» Se excluye conservar los centros antiguos como núcleos dinamizadores de un nuevo desarrollo, según la actuación del urbanismo regularizador. El Plan Voisin de París es un buen ejemplo: derriba los barrios antiguos v sólo conserva algunos edificios aislados convertidos en curiosidades históricas y turísticas.

Le Corbusier ha proscrito de la Ciudad Radiante la calle que federaba los distintos elementos del tejido urbano, hacía compactas las ciudades antiguas y se hacía así responsable de su salubridad y de su «desorden.» La Ciudad Radiante, higiénica y ordenada, se sitúa bajo el signo de lo funcional; la vida urbana se reduce a cuatro actividades: el habitat, el trabajo, la circulación y el ocio. Las dos primeras se alojan en «unidades» gigantes y autónomas cuyos distintos tipos aparecen estandarizados. La tercera se concibe como un sistema jerarquizado de rutas (hundidas o elevadas), que asegura gracias al automóvil la interrelación de las megaestructuras y su conexión con el territorio. La cuarta parece tener lugar en las zonas verdes donde «el suelo pertenece al peatón al cien por cien.»

Conjunto discontinuo de megaestructuras clasificadas en subconjuntos discontinuos: la red de carreteras ofrece la única continuidad entre los grandes equipamientos integrados en una configuración geométrica simple, que sólo resulta legible sobre el plano o desde una visión aérea. La comunicación se traduce en circulación, la escala local y la urbanidad ceden el sitio por completo a la escala territorial.

Este modelo inspiró la renovación urbana y los grandes conjuntos posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Pero, bajo una fraseología modernista, la deconstrucción radical de la ciudad no resulta por ello menos anacrónica. Participa de un cierto fijismo utópico puesto al servicio de una visión paleotecnicista, en las antípodas de un pensamiento de la complejidad.

El privilegio exclusivo que el movimiento moderno concedió a la escala territorial tuvo no obstante una excepción, relativa a algunos programas municipales de ciudades obreras. En línea directa con la tradición inaugurada a finales del siglo XIX por los patrones de industria en Gran Bretaña y Alemania, un puñado de arquitectos supo concebir y realizar en la periferia urbana, destinadas a la población obrera o a la de ingresos modestos, pequeñas ciudades cuya escala, articulación espacial y tratamiento sofisticado de materiales poco costosos, indistintamente modernos o tradicionales, conformaban auténticos núcleos de vida social. La obra de Bruno Taut, ejemplar todavía, objeto de estudio y de restauración (en las afueras de Berlín, por ejemplo), traduce la búsqueda de un contrapunto local frente al proceso, plenamente asumido, de la Auflosung der Stadte, de la desagregación de las ciudades.

La «garden-city» entre dos mundos.

La ciudad-jardín (garden-city) de Ebenezer Howard ya no es contrapunto sino contrapropuesta. Le Corbusier la situaba al extremo opuesto de la Ciudad Radiante. Su valor sintomático no reside en una participación, simbólica o concreta, en el proceso de desagregación de la ciudad europea, sino en la reacción antagónica que le opone. A la amenaza de deconstrucción que ilustran el diruso estallido del suburbio londinense o el desarrollo monofuncional de las dudados del Black Country, la dudad-jardín responde con un proyecto de reconstrucción.

No debe confundirse la garden-city de Howard con la cité-jardin, su homónima francesa, que es, según los casos; una ciudad dormitorio más o menos lograda. La propuesta de Howard en su libro Tomorrow: A Peaceful Path to Social Reform (1898) es un modelo de ciudad completa que subtiende un provecto de sociedad global. Su inventor era un reformador social. No dibuja su propuesta sino que la presenta bajo la forma abstracta de un esquema o «diagrama». Objetivo: repartir racionalmente y fijar armoniosamente los flujos demográficos y las actividades sociales en aglomeraciones discretas, de pequeñas dimensiones y casi autárquicas, que no debían exceder los treinta mil habitantes. Circunscritas por anchos cinturones verdes, agrupan concéntricamente todo tipo de instituciones y de actividades sociales. Los sectores industrial y agrícola están localizados en la periferia, aunque en el interior de la entidad física definida por cinturón verde. Estas ciudades están unidas entre sí por una red ferroviaria que hace de ellas un conjunto de sistemas interconectados, cada mío de los cuales gravita alrededor de una ciudad central de sesenta mil habitantes.

El dispositivo tiene por objeto preservar a un tiempo la ciudad y el campo, y poner su complementaridad al servicio de la urbanidad y de la calidad de vida, en previsión la diseminación de las construcciones, considerada de alto riesgo social y cultural. Permite asimismo operar una pacífica revolución social gracias a un conjunto complejo de mecanismos territoriales y financieros, que no me propongo describir aquí.

El esquema de Howard no carece de parentescos con el de Soria, y su uso del ferrocarril lo incluye en una lógica del desarrollo técnico. No obstante, aun racionalizando la repartición territorial, reproduce el modelo fijo y discreto de la ciudad preindustrial. Bajo un aspecto sistemático, remite incluso —como su nombre indica— a la ruralidad de la ciudad medieval.

Inglaterra, país que siempre ha sabido aunar innovación y tradición, reservó una entusiasta acogida a Tomorrow. Las obras de la primera garden-city tuvieron su inicio en 1903, en Letchworth. El modelo de Howard continuó inspirando la creación de los New Towns ingleses después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el esquema howardiano no puede en modo alguno seguirse al pie de la letra. Esta distancia y las disfunciones que no logró evitar son consecuencia de la proyección anacrónica de la ciudad preindustrial, que neutraliza las innovaciones de la garden-city.

Una anticipación realista

La perspectiva de la historia nos permite leer hoy la escala territorial de la Ciudad Radiante y la rehabilitación de las pequeñas escalas de ordenación local realizadas por Howard como signos de una próxima deconstrucción de la ciudad europea.

Sin embargo, sin la ayuda de la perspectiva histórica, sin el apoyo de la actuación utopista y fuera del marco de la ciencia-ficción, los indicios de tal deconstrucción fueron descritos, y sus consecuencias deducibles analizadas y aplicadas en la época, por un espíritu cuya clarividencia no ha sido bien reconocida: el italiano Gustavo Giovannoni (1873-1943). Su lucidez responde sin duda a su triple formación como ingeniero, arquitecto e historiador del arte. Esta adhesión a múltiples disciplinas le permite, en efecto, no concentrar su atención en una única escala de ordenación, asignar un papel inédito al antiguo patrimonio urbano y formular un conjunto de hipótesis que todavía hoy pueden guiar la reflexión sobre la forma de las implantaciones humanas en las sociedades técnicas avanzadas.

El ingeniero Giovannoni había comprendido que las grandes redes de comunicación y de telecomunicación concebidas a nivel de los territorios se estaban convirtiendo en el canal obligado de la urbanización y en el instrumento de su diseminación. Como técnico sagaz, presentía la complejidad virtual de estas redes, ignorada por los CIAM. Veía en ellas el instrumento de una disminución de la densificación de las ciudades, de su reducción a través de lo que él llamaba un proceso de «anti-urbanización», en provecho de una distribución más flexible y menos densa de aglomeraciones menores.

El Giovannoni arquitecto estimaba sin embargo que, si bien las grandes redes técnicas de equipamiento son necesarias para el desarrollo de la nueva sociedad, no son sin embargo suficientes: demandan la conexión de un complemento, igualmente necesario y no suficiente: lugares de ocio y reposo cuya estructura responde, en este caso, a una práctica arquitectónica. Dicho de otra manera, el marco espacial de la nueva sociedad implica una dialéctica entre dos escalas de ordenación, una territorial, la otra local. Pero, ¿se confunden la forma y las dimensiones de los lugares de ocio y de los de la vida cotidiana con las formas y dimensiones de las ciudades pre-industriales? Según Giovannoni, el conjunto del patrimonio urbano existente sería sin ninguna duda, fragmentariamente y bajo reserva de que el tratamiento fuera conveniente, utilizable para este fin. Pero la flexibilidad de implantación y de dimensionamiento que permite la infraestructura reticulada no dejará de suscitar la creación de nuevas tipologías.

Se sintió implicado entonces el Giovannoni historiador del arte y lector de Camillo Sitte, desarrollando, en particular; tres tesis:

- El espacio urbanizado responde a dos estéticas diferentes, una de las cuales implica al ingeniero y la otra al arquitecto.

- El estudio del tejido de los centros urbanos históricos revela una escala de proximidad que puede servir de principio generador y regulador en la concepción de nuevos tipos de implantación.

- El antiguo patrimonio urbano no debe quedar relegado a funciones museísticas; puede efectivamente, y siempre que su nuevo destino sea compatible con su morfología, ser utilizado para usos contemporáneos, de proximidad, y con ello integrado en los planes de urbanismo y ordenación. A este empeño se consagró en Italia el Giovannoni constructor.

Lo urbano contra la ciudad: culminación de una mutación.

A partir de los años sesenta, la concomitancia y la sinergia de un conjunto de innovaciones técnicas inauguran una fase crucial en el proceso de urbanización de Europa: el cumplimiento de las condiciones necesarias para que culminara la mutación iniciada un siglo antes.

Entre dichas innovaciones, las más determinantes se refieren en primer lugar a los transportes y a la comunicación a distancia. Las redes de trenes y metros de gran velocidad; los grandes aviones que multiplican la velocidad y la capacidad de las redes aéreas; las nuevas aplicaciones del teléfono con la consulta a distancia de datos informatizados y la transmisión inmediata de datos escritos: todos esos instrumentos confieren a sus usuarios una especie de ubicuidad.

El espacio esclavizado por la velocidad.

La compresión del tiempo necesario para los desplazamientos, así como para la adquisición y la comunicación de información, anula una parte de las antiguas restricciones y servidumbres espaciales a las que se hallaban sometidos los asentamientos humanos. Las nuevas velocidades de circulación favorecen idénticamente dos tipos opuestos de movimientos y de implantaciones.

Por una parte, una tendencia a la concentración focaliza los flujos humanos en dirección a los polos de atracción que siguen siendo las metrópolis nacionales o regionales, pero las actividades se instalan en las periferias cada vez más ampliamente irradiadas, cuya expansión, ligada a la saturación progresiva de las redes de servicios, coincide con el despoblamiento genera] y progresivo del centro y de los núcleos urbanos históricos. Por otra parte, una tendencia a la dispersión provoca una desconcentración que puede ser lineal o puntual. Ejemplos del primer caso: la urbanización continua en la línea de la costa o de las cuencas fluviales. Ejemplos del segundo caso: las aglomeraciones improvisadas en torno a terminales aéreas (aero-ciudades) o de centros de investigación y universidades (polos tecnológicos), las megamáquinas comerciales o culturales, que no son imputables a la influencia americana, sino efecto de un equipamiento técnico; finalmente, la implantación difusa de habitáis en zonas rurales, que ha recibido en Francia el nombre de rurbanisation.» Puede suceder que todos esos tipos de implantación se asocien: así el sueño lineal de Soria ha sido realizado entre Génova y Marsella, aunque combinado con desbordamientos laterales, densos o diseminados, que han destruido irremediablemente antiguas poblaciones y paisajes ancestrales.

En otras palabras, la era de las entidades urbanas discretas ha terminado. La era de la «comunicabilidad universal» anunciada por Cerdà y por Giovannoni es también la de la urbanización universal, difusa y explosionada. Ingenieros, geógrafos, demógrafos coinciden en constatar que el modelo de las «plazas centrales» que servía a W. Christaller para explicar el crecimiento y la repartición de las ciudades ya no justifica una reticulación generalizada, a la vez más estable y sobre todo menos concentrada, ni tampoco de las corrientes de urbanización en forma de filamentos y de tentáculos caprichosos que ponen en evidencia las nuevas técnicas de cartografía. Sin embargo, si bien según la frase de H. Le Eras, «el paso de una geografía de polos a una geografía de líneas significa la modernización», no existe modelo, siquiera disipador, que aclare la fluctuación y las incertidumbres inherentes a los nuevos estilos de poblamiento.

Divorcio entre urbs y civitas.

La dinámica de las redes de servicios tiende así a sustituir a la estática de los lugares edificados para condicionar mentalidades y comportamientos urbanos. Un sistema de referencia físico y mental, constituido por redes materiales e inmateriales, así como por objetos técnicos, y cuya manipulación pone en juego un repertorio de imágenes y de informaciones, resuena en un circuito que se cierra sobre las relaciones que mantienen nuestras sociedades con el espacio, el tiempo y los hombres. A este sistema operativo, válido y factible en cualquier lugar, en la ciudad como en el campo, en los pueblos como en los suburbios, se le puede llamar lo URBANO.

El advenimiento de lo urbano deshace la antigua solidaridad entre urbs y civitas. La interacción de los individuos resulta desde entonces desmultiplicada y deslocalizada. La pertenencia a comunidades de intereses diversos deja de estar fundada en la proximidad o en la densidad demográfica local. Transportes y telecomunicaciones nos implican en relaciones cada vez más numerosas y variadas, miembros de colectividades abstractas o cuyas implantaciones espaciales ya no coinciden ni presentan estabilidad a lo largo del tiempo.

El economista americano Melvin Webber supo calificar en una fórmula lapidaria —«the non-place urban realm»— la deslocalización de la ancestral civitas, y analizar ejemplarmente sus posibles repercusiones y su utilidad, sobre todo el tele-trabajo que la Datar ha descubierto hoy en Francia. En 1968, proponía el concepto «post-city age», (era post-ciudad), que resultaría ambiguo traducir por «era post-urbana», desde el momento en que convenimos en designar como lo urbano la nueva cultura planetaria y su manera, a un tiempo única y polimorfa, de ocupar el espacio habitable.

El examen del léxico y de sus neologismos destapa la hegemonía de lo urbano. Región urbana, comunidad urbana, distrito urbano..., esas nuevas entidades expresan con bastante eficacia el desvanecimiento de la ciudad y el anacronismo de «municipio», «pueblo», «ciudad antigua»: unos términos que pronto sólo remitirán a la historia o a nostalgias cargadas de sentido. Y es que esas palabras anticuadas nos recuerdan también la insoslayable realidad de nuestra condición natural, animal, el hecho de que sea cual fuera la inmaterialidad, la abstracción, la multiplicidad de relaciones que los urbanos mantienen entre sí a través del planeta, son, hemos sido, pese a nosotros mismos, arrojados al espacio y forzados a vivir en él y a residir en algún lugar. Pero, ¿dónde y cómo?

Pensar lo urbano

Pensar lo urbano es hoy una necesidad. La persistencia de la imagen de la ciudad que la anida responde a un mecanismo de defensa: se niega una realidad que resulta demasiado difícil o demasiado desagradable afrontar. Ejemplo: un semanario parisino publica en forma de cuento una proyección realista de las posibilidades de deslocalización que ofrecen las redes de servicios; los cargos electos consultados condenaron unánimemente esta fantasía en nombre de la perennidad de la ciudad.

Pero el mecanismo general oculta formas específicas de resistencia, que emanan de modo particular de los medios profesionales.

Existe en primer lugar la persistencia de un urbanismo cosificador; atascado en mi enfoque fijista de la ordenación urbana. M. Webber había de invocar la «obsession of placeness.» La actitud queda ilustrada por las utopías pseudo-técnicas (Y. Friedman, N. Schöffer, P. Maymont) que prosperaron entre los años cincuenta y finales de los sesenta. A ellas se opusieron, casi mucos en su género, los ejercicios del grupo inglés Archigram, fundado en 1961. P. Cook y un grupo de jóvenes arquitectos británicos emprendieron una gran limpieza epistemológica. Recurren a la cibernética y a la informática, pero también a los datos de la economía y de la demografía, así como a la cultura pop, para presentar en forma de tebeo configuraciones inmediatamente conectables y desconectables a redes técnicas complejas. Ubicuidad, movilidad, reversibilidad, instantaneidad, precariedad, indeterminismo son sus conceptos operativos.

La crítica de los arcaísmos mentales relacionados con la ciudad llega más lejos todavía cuando R. Banham lanza, en la senda abierta por Archigram, la propedéutica provocadora del «non-plan of a non-city»: el urbanismo frena los procesos innovadores espontáneos y el advenimiento de lo urbano en lugar de dinamizarlos. Pruebas retrospectivas de esta afirmación son la completa falta de impacto de Archigram sobre la planificación de la época y, sobre todo, los proyectos contemporáneos, pronto realizados, de ciudades nuevas, el anacronismo de los cuales tiene en Vaudreil (Francia) uno de los máximos símbolos.

El enfoque fijista de los urbanizadores se ha visto reafirmado por la contribución de ciertas «ciencias sociales» en el marco de la interdisciplinaridad, entronizada en la época, tanto en la investigación como en el ámbito operativo, para paliar las carencias teóricas del urbanismo. Así, por ejemplo, la sociología urbana, apoyada por las investigaciones de la antropología cultural, supo poner en evidencia con exactitud los lazos de dependencia que, en las sociedades tradicionales, vinculan el funcionamiento de las instituciones sociales a la morfología espacial. Los estudios de Claude Lévi-Strauss sobre la organización espacial de las sociedades homeostáticas, los de Pierre Bourdieu sobre las ciudades cabileñas, o incluso ciertos análisis relativos a la estructura de las medulas proporcionaban importantes enseñanzas, susceptibles de ser aplicadas a escala de barrios o manzanas, en el caso de minorías —económicas o culturales— no integradas en la cultura urbana dominante. Pero estos datos no se podían trasponer legítimamente a la sociedad global, en cuyo seno las nociones de arraigo y de pertenencia local habían perdido su pertinencia y exigen un replantamiento en función de nuevos parámetros y según una relación inédita con la temporalidad.

Asimismo, la historia (de las formas urbanas), tan reveladora para comprender el pasado y tratar los antiguos tejidos urbanos, ha servido de aval al historicismo lúdico de arquitectos prácticos aficionados y legitimado que se proyectaran modelos caducos (L. y R. Krier, Ch. Moore).

Pero la resistencia de la imagen de la ciudad discreta está ligada también a la persistencia de otra imagen y de otra ilusión, la de la arquitectura eterna. En efecto, la tendencia apuntada por los CIAM se ha visto confirmada. La arquitectura que actualmente ocupa los medios de comunicación ha cambiado de estatuto y ha dejado de tener vocación local. Obedece a una lógica del objeto autónomo y pasa a ser competencia del ingeniero. Pero, si bien la prensa ha convertido a Foster y a los Nouvel en estrellas de la arquitectura, ¿quién de entre el gran público conoce el nombre de Ove Arrup? El ingeniero es, sin embargo, el mago detentador de un saber que permite las llamativas hazañas de las «torres sin fin» que es oficio del arquitecto diseñar: publicista, creador de logos y de imagen. Pues la profecía de Adolf Loos (de quien Tristan Tzara decía que era «el único cuyas realizaciones no son fotogénicas») se ha cumplido: «Por culpa del arquitecto, el arte de construir se ha degradado, se ha convertido en un arte gráfico.» Esta desrealización ha aumentado aún con las nuevas técnicas de simulación basadas en imágenes virtuales.

Los objetos técnicos así producidos se inscriben en las redes territoriales. En las periferias, conforman simples yuxtaposiciones inarticulables a conjuntos de escala reducida (véase en la orilla derecha del Sena, en París, el añadido megaministerio, megaestadio, supermercado). En otros lugares destruyen las antiguas ciudades y los campos inmemoriales: aquí, gigantescos rincones que hacen añicos los antiguos barrios (véase Bruselas); allá, masas heterogéneas que apolillan y agujerean paisajes rurales.

La arquitectura que operaba a escala local ha desaparecido; la misma que, cualesquiera que fuesen las técnicas empleadas, exigía una experiencia directa de la tridimensionalidad, una ocupación de cuerpo entero, el del arquitecto y el de los habitantes, que ninguna simulación puede sustituir, pues la arquitectura no es cosa mental. «Los seres vivos poseen un cuerpo que permite extraer conocimiento», recuerda Eupalinos. Y este cuerpo arrojado al espacio funda la «intersomaticidad» que, a su vez, funda la urbanidad. Parapetados en el «proyecto» y bajo la invocación de la morfología urbana y otras apariencias engañosas, los arquitectos, los urbanistas, las administraciones y las colectividades locales se obstinan en no reconocer que, hoy por hoy, ellos sólo reconocen una escala local de ordenación espacial.

Sobre la nueva Babel se cierne una nueva maldición:

la confusión de escalas, que confunde la escena urbana y no permite distinguir la diferencia de objetivos y de actores que en ella coinciden.

Reino de lo urbano, desvanecimiento de la ciudad, escala única de ordenación: mejor que taparse los ojos antes tales evidencias, convendría extraer consecuencias, que hoy sólo pueden ser enunciadas en forma de interrogantes.

Interrogantes

El primero se refiere a la escala local. Esa escala de urbanidad que supieron conservar Haussmann, Wagner y Cerdà y a la que hoy aspiran los falsos pretextos de los historicistas, ¿es compatible con la ordenación reticulada? ¿Es compatible con el laisserêtre de la técnica y con la evolución de las mentalidades que ésta determina? Lo urbano no es sinónimo de urbanidad. Ni tan solo propiedad exclusiva de la ciudad. Podemos, así, volver a Giovannoni e imaginar núcleos de urbanidad, de múltiples tamaños y formas, susceptibles de entrar en una dialéctica con lo urbano homologa a la que en otro tiempo vinculaba ciudad y campo.

Pero esta hipótesis es aleatoria. Depende de una toma de conciencia colectiva, de una elección de sociedad; mejor, de una opción filosófica. Subsidiariamente, pero solidariamente, implica también el destino de la práctica que continúa llamándose arquitectura. ¿Sabrán nuestras sociedades redescubrir la esencia de la arquitectura y reorganizar su enseñanza? ¿Volverán los arquitectos a aprender la experiencia tridimensional del espacio y el arte de la articulación? ¿Volverán a encontrar el camino de la modestia para devolver a su disciplina su papel fundador?

El resto de interrogantes son tributarios del primero, incluido el de la estética. Me limitaré a plantear el problema de nuestras herencias. La ciudad histórica, así como el campo de los pueblos y de los paisajes — que hoy conforman un todo— ¿pueden ser abandonados al consumo cultural únicamente? ¿No ha llegado ya la hora de volver a hacer obras? La ciudad europea, aún presente de forma tan masiva, aunque tan drásticamente deteriorada, debe y podría ser a la vez conservada y utilizada como obra de arte, como patrimonio social y como incitación a un reencuentro con los niveles de la urbanidad. Aún estamos a tiempo.

Pero no hay que engañarse. La ciudad europea no va a convertirse en una Collage City; no puede continuar siendo un objeto que yuxtapone un estilo nuevo a los del pasado. Sólo sobrevivirá en forma de fragmentos, sumergidos en la marea de lo urbano, faros y balizas de un camino todavía por inventar.