El urbanismo contemporáneo: 1950-1980
Rafael MONEO
Extraído de Vivienda y Urbanismo en España, Banco Hipotecario, Madrid, 1982
Al doblar la primera mitad del siglo la España surgida tras la Guerra Civil se encontraba, tanto interior como exteriormente, con un panorama bien distinto al de los años anteriores: el fin de la Guerra Europea había tenido inmediato reflejo en la evolución del Régimen que, tras los sobresaltos sufridos en 1945, veía consolidar su anómala situación en el concierto de las naciones, dada la cautela que imponía a las mismas la conciencia de vivir en un período de guerra fría.
Los años cincuenta verán, por tanto, el esfuerzo hecho por la sociedad española para incorporarse, en la medida de lo posible, al mundo exterior que hasta entonces se le había negado, lo que obligaba, en primer lugar, a olvidar todas las fantasías a las que los ciudadanos habían estado sometidos durante los primeros diez años transcurridos después de la guerra, para poder asimilar así todo lo que implicaba ser un Estado más de la Europa Occidental, un Estado moderno.
El deseo de llegar a ser algún día un Estado moderno suponía un cambio radical en la sociedad española: dejar de ser la sociedad rural que todavía era al comenzar los años cincuenta para pasar a ser una sociedad industrial y urbana. Esta década dio comienzo a tal transformación al iniciarse en ella el proceso de industrialización y urbanización, lo que supuso un ininterrumpido trasvase de población rural que abandona sus casas y tierras del interior de la Península para asentarse en la periferia incierta de las ciudades. Cualquier visión de conjunto que del período se haga, debe comenzar reconociendo la importancia de este hecho que está en la base del inmenso crecimiento del lamentable deterioro sufrido por las ciudades españolas, ciudades que apenas habían cambiado durante los años cuarenta y en las que se habían restañado los daños de la guerra con voluntad de intentar tímidas, si bien con frecuencia pretenciosas, reformas urbanas, pero en las que todavía prevalecía la idea de la ciudad decimonónica y burguesa que había visto aumentar su población y su patrimonio construyendo sobre los ensanches, definidos mediante los conceptos de alineación y ordenanzas, de trazados y alturas. En el capítulo anterior puede encontrarse buena información al respecto y, por tanto, no es preciso insistir en ello ahora.
Pues bien, esta ciudad, superviviente del siglo XIX, que todavía estaba intacta a comienzos de los años cincuenta, ha visto cómo su imagen ha quedado destruida, o al menos seriamente dañada, comprometiendo gravemente su futuro, en el período del que vamos a ocuparnos ahora.
Pero ¿cómo abordar la descripción e interpretación de un período de la historia urbanística tan inmediato? Hablar de un tema tan complejo como el de la evolución de las ciudades españolas en estos últimos treinta años, obliga a limitaciones metodológicas, si no quiere uno verse atrapado por la infinita serie de factores que hacen al tema poco menos que inaprehensible y que dificultan sobremanera cualquier intento de descripción genérica de la ciudad contemporánea.
En nuestro caso serán los aspectos físicos, formales, los que tomaremos como punto de partida para intentar desde ellos interpretar lo ocurrido, procurando establecer los lazos que relacionan los hechos urbanos con la evolución histórica de la sociedad española y con aquellos presupuestos teóricos que, indudablemente, estaban presentes, están siempre presentes, a pesar de la aparente especificidad de los problemas.
Por ello, las preguntas que vamos a formularnos como punto de arranque de estas notas son las siguientes: ¿cabe el identificar rasgos característicos en la evolución sufrida por las ciudades españolas, entre 1950 y 1980?, ¿podrán los estudiosos, pasados los años, identificar sobre el terreno cuáles han sido las áreas en las que creció la ciudad durante este período, atendiendo solamente a su estructura física?
En otras palabras, ¿cuál es la forma que ha tomado la ciudad durante estos años?, ¿es posible una descripción de la misma, previa al lamento?
Bastaría cotejar las fotos aéreas de las ciudades españolas que hemos tomado como término de referencia, fotos que reflejan el estado de las mismas en 1950 y en 1975, para poder enunciar algunos de estos rasgos característicos y, aun a riesgo de imprevisiones al tener que hacer forzosas restricciones, espero que ellos sirvan de base para el sintético examen que me propongo hacer de la reciente evolución urbana.
Crecimiento de la ciudad según barrios periféricos -polígonos- con límites bien precisos, aunque con frecuencia arbitrarios, que muestran una cierta homogeneidad en su construcción y que, apoyados por lo general sobre vías de comunicación existentes, tapizan el territorio en torno a la ciudad antigua, dando lugar a un mosaico en el cual la condición fragmentada y discontinua de la nueva ciudad contrasta vivamente con la continuidad de la antigua, siendo, en buena medida, el tipo de construcción adoptado -el bloque abierto o las torres- el responsable de que así ocurra.
El rasgo común más importante, el primero que salta a la vista y, sin duda, el más característico del crecimiento de las ciudades españolas durante estos últimos años, es el hecho de que éste sea fragmentado, discontinuo, roto. contrastando violentamente con la compacta forma que tanto los cascos viejos como los ensanches tenían.
Las ciudades españolas han crecido mediante la aleatoria suma de áreas construidas -llamadas polígonos- de bordes imprecisos y arbitrarios, que, teóricamente al menos, componen la figura total y completa, armónica, en una palabra, que el Plan que preside la Oficina Técnica Municipal pretende dar a la ciudad. Pues, por paradójico que hoy parezca, la construcción basada en polígonos se apoya en una visión de la ciudad como realidad total y orgánica que el urbanismo intenta formular por medio de un modelo equilibrado según las necesidades de su población y el respeto al medio en el cual se asienta.
El Plan General de Ordenación, tal como lo define la Ley del Suelo de 1956, aceptaba la especialización de funciones que había comenzado a ponerse claramente de manifiesto en la ciudad decimonónica y a la cual los urbanistas habían dado condición canónica al ofrecer el "zoning" como instrumento para el proyecto de la ciudad, que se dibujará así a modo de un mosaico cuyas distintas piezas serán polígonos, cualificados según las actividades a las que están destinados y mediante el volumen que en ellos puede construirse. Áreas y volúmenes, en clara oposición a alineaciones y alturas, serán a partir de ahora las unidades de medida. Con ello, el valor que a un solar le da su posición quedaba relegado en aras de su integración en una unidad superior, el polígono, a la que el proyecto, la voluntad de orden superior puesta en manos del urbanista, otorga la condición de única y última norma.
El urbanista, figura profesional a la que la ley concede el entender del crecimiento de las ciudades, se convierte así en un estratega que controla el desarrollo de la ciudad trazando vías y disponiendo población y funciones. Frente a la neutralidad de los planes de ensanche y de la aplicación de las estrictas ordenanzas anejas a ellos, el Plan de Ordenación que el urbanista propone será el término de referencia legal que controlará el crecimiento de la ciudad: el urbanista, en él, desde su doble vertiente de profeta de la sociedad futura y árbitro escrupuloso de la realidad presente, da forma a la futura ciudad para asignar al suelo un valor que pretende ser objetivo y justo, en razón de las funciones que ha de desempeñar.
Por un lado, la Ley del Suelo pretende, y por consiguiente tal pretensión está presente en las ciudades españolas cuyo crecimiento se produce bajo dicho marco legal, una visión orgánica de la ciudad en la cual los polígonos que produce el viario dan lugar a una estructura de la misma en barrios autosuficientes que, en cierto modo, venía a coincidir con la ideología del Régimen, para la cual la sociedad resolvía sus conflictos internos aceptando el orden jerárquico que se deriva de la familia, el municipio y el Estado. En esa estructura, como valioso escalón intermedio entre la ciudad-municipio y la familia-casa, se introduce ahora el barrio-polígono: la "neighbourhood unit" de los urbanistas ingleses, los "Siedlungen" de los alemanes o los "grands-ensembles" de los franceses quedaban así bautizados, si bien con la ambigüedad que suponía el calificarlos simplemente, recurriendo tan sólo al auxilio de la geometría, como "polígonos".
Por otro lado, la Ley del Suelo aceptaba los principios urbanísticos de la arquitectura moderna al utilizar la definición de la arquitectura como volumen y la composición de masas como criterio de ordenación, considerándolos conceptos claves en la definición de las construcciones sobre la ciudad; con ello la citada Ley iba a permitir así satisfacer los deseos de los profesionales más, al día, quienes pretendían, desde el comienzo de los años cincuenta, una total transformación de la ciudad que superase los viejos criterios contenidos en los planes de ensanche y en las ordenanzas. Por último, tal visión de la ciudad parecía favorecer también un cambio de escala en las operaciones inmobiliarias, necesario dada la inusitada demanda de viviendas que la inmigración exigía y a la que, por otra parte, se confiaba la necesaria transformación que debía sufrir la rudimentaria industria de la construcción española.
Aun cuando quepa citar algunos ejemplos de polígonos anteriores, los primeros en experimentar este nuevo modo de concebir la ciudad fueron o bien la Administración -a través de organismos tales como la Obra Sindical del Hogar, el Instituto Nacional de la Vivienda o los distintos Patronatos- o bien las grandes empresas inmobiliarias que contaban con suelo para poder abordar la nueva escala. Los operadores medios, en cambio, quedaron un tanto desplazados, ya que la mecánica administrativa que exigía tal modo de actuación era lenta, laboriosa y, con frecuencia, difícil.
Así, la Administración, a través de la Comisaría, promovió en Madrid toda una serie de actuaciones en la periferia que se convirtieron en el modelo de lo que cabía hacer con la nueva escala que tanto los profesionales como la nueva Ley del Suelo reclamaban; tales actuaciones recibieron el nombre de Poblados Dirigidos.
Si bien es cierto que la dimensión de una ciudad como Madrid no permitía comprobar inmediatamente la eficacia del nuevo procedimiento de diseño urbano adoptado, en lo que a control del desarrollo de la ciudad se refiere, los Poblados Dirigidos pueden ser hoy considerados como el intento de incorporar a la realidad española aquellos principios de la arquitectura racionalista de entre-guerras que habían sido aplicados con éxito para la construcción de viviendas en los países más avanzados. De este modo, los Poblados Dirigidos pasaron a ser, en gran medida debido al influjo que sobre las nuevas generaciones de arquitectos ejercían aquellos a quienes estos trabajos fueron encomendados, un banco de pruebas en el que se podían experimentar los tipos de vivienda con los cuales se llevaría a cabo una buena parte del desarrollo urbano de las ciudades españolas durante los años sesenta.
En general, puede decirse que se desarrollaron unos tipos bien conocidos: los bloques de doble crujía, la torre, las casas en hilera, las casas-patio, las réplicas de la unidad de habitación "lecorbuseriana" con viviendas en dúplex, etc. utilizándose casi siempre los sistemas de construcción tradicionales, lo cual suponía el inevitable enmascaramiento de los modelos que estaban en la base. Pero, en todo caso, la idea de una vivienda construida mediante lo que se llamó "bloque abierto" pasó a convertirse en manera obligada.
El polígono se concibe pues, desde estos primeros ejemplos, como unidad volumétrica, producto de la manipulación de los tipos antes citados, y de ahí que el proyecto quede reducido, la mayor parte de las veces, a un juego, en el sentido más trivial de la palabra, entre cubos y paralelepípedos, últimas figuras geométricas que se asocian a los tipos de vivienda con más frecuencia utilizados: el bloque de doble crujía y la torre.
La preponderancia dada a la orientación, entendida a menudo como único mecanismo por medio del cual disponer las construcciones, y el interés conseguir un trazado que en su primariedad se justificase a sí mismo, son, con frecuencia, las características más acusadas en el diseño, no siendo extraño, por tanto, que los proyectos insistan en la repetición, para imponer un orden que las más de las veces termina en monotonía, o bien en el contraste entre torres y viviendas en hilera, en la utilización de un sistema de articulación basado en el plegado y replegado de los bloques, lo cual da lugar a arbitrarias grecas que, en última instancia, parecen aludir a proyectos
"le corbusierianos", o en el empleo de los zig-zag que permiten resolver a un tiempo el problema del perímetro y el de la orientación, aunque sea a costa de producir lúgubres y anómalos espacios.
El sistema de composición urbana que nacía de tales mecanismos, no solía dar lugar a la congruencia entre el orden de la estructura viaria de la ciudad y la del polígono, lo que, inevitablemente, producía superficies irregulares, incontroladas, que si bien servían, calificadas como de zonas verdes, para cumplir con los "standards" definidos por la Ley, ponían en evidencia una de las mayores dificultades que implicaba este tipo de forma urbana: el uso del suelo, al que sin embargo, paradójica y sarcásticamente, aludía la Ley en su propio título.
Pero, por lo general, y es ésta una observación que cabe hacer también englobando a los Poblados Dirigidos, no hay, corno trasfondo que permita dar sentido a su trabajo al arquitecto, una idea clara de cómo debe ser una de aquellas unidades que componen la ciudad y, a mi entender, lo que más se echa en falta en todo este urbanismo de polígonos son los claros principios teóricos e ideológicos que habían dado sentido a experiencias tales como los "Siedlungen" alemanes o las "Hofs" vienesas, los cuales, como ya quedó dicho, eran embargo el punto de partida tipológico del que arrancaba el urbanismo español de aquellos años.
Los polígonos han permitido deslindar funciones al proyectar los planes, estableciéndose con ellos claramente el "zoning" como técnica urbanística mediante la cual controlar la ciudad, pero poco más. Desgraciadamente, es en los polígonos de vivienda donde las limitaciones del "zoning" han sido más evidentes, pues tales polígonos han sido, simplemente, el marco territorial y legal dentro del que los arquitectos han aplicado los tipos de vivienda que se tenían por más convenientes, siendo incapaces de crear con ellos, una vez eliminada la riqueza ambiental que se generaba de la superposición de funciones en la ciudad antigua, alternativas de estructura urbana que desde la residencia, desde la sola vivienda, generasen unas condiciones de vida urbana satisfactorias.
La imagen del polígono es, casi siempre, desoladora: altas torres, bloques sobre un suelo mal urbanizado e invadido por los automóviles, sensación de lejanía respecto a la ciudad, frustración de quienes en él viven ante la escasez de los servicios...
Cabe ver los polígonos hoy como si la producción, o mejor la simplificación del proceso de producción, hubiese sido el criterio en última instancia más tenido en cuenta. Naturalmente, quienes han sacado provecho de tal simplificación del proceso de producción han sido los grandes operadores, ya fueran éstos meros especuladores o instituciones, sin que quepa eximir de responsabilidad a los profesionales en él inmersos ni, claro está, a la cabeza de los mismos: la profesión de los arquitectos.
Aparición de operaciones infraestructurales de gran escala, la mayor parte de las veces relacionadas con el sistema viario dada la creciente importancia del automóvil y que, por lo general, se resuelve en cinturones y variantes, de más o menos envergadura según las circunstancias, pero que, en todo caso, han afectado de manera decisiva y no siempre controlada a la ciudad, hipotecando su desarrollo futuro.
En el período 1960-1980, el índice de motorización pasó de ser 1,00 automóviles por cada 100 habitantes en 1960, a 20,10 en 1980.
Ni que decir tiene que el impacto del automóvil sobre las ciudades españolas fue inmediato y se hizo sentir con violencia en ellas, siendo, en buena medida, el responsable de la transformación que sufrieron.
Facilitar la movilidad que el automóvil propiciaba y preparar áreas para su estacionamiento pasaron a ser preocupaciones primeras de quienes se ocupaban del crecimiento de las ciudades, y las medidas tomadas por éstos pronto se hicieron notar.
Así, en Madrid, y en su afán de hacer más fluido el tráfico ampliando las secciones de las vías, cayeron los "bulevares", tan característicos tras la desaparición de las cercas, para comenzar después una desenfrenada carrera de construcción de estacionamientos que malogró el aspecto de numerosas plazas. Rara fue la ciudad en la que tales medidas no tuvieron un reflejo inmediato, y de entonces datan tantas despejadas avenidas -como el paseo de la Independencia de Zaragoza- y tantos estacionamientos construidos, con acierto o sin él, un espacio más amplio, con la natural secuela de deterioro, accesos en rampa, falsos jardines, circulaciones artificiosas, etc. que la implantación de los estacionamientos trae consigo.
Pero estas primeras operaciones, con las que la ciudad antigua trataba de asimilar la entrada en ella del automóvil, pronto se vieron desplazadas por otras de más amplio aliento que incorporaban técnicas de tráfico más sofisticadas y que, aplicadas por los ingenieros de caminos desde el Ministerio de Obras Públicas, dieron lugar a las llamadas "redes arteriales", proyectadas para todas aquellas ciudades de una cierta entidad, y que venían a entender los trazados de las mismas utilizando tan sólo la clave del tráfico rodado.
En mayor o menor medida, a tenor de su tamaño, las ciudades abordaron obras de infraestructura de singular importancia para poner al día su red viaria.
Ciudades como Madrid y Barcelona pusieron en marcha cinturones de ronda viarios que dieron lugar a pasos elevados y subterráneos que malograron, en la mayoría de los casos, espacios urbanos de interés y que tan sólo rara vez, como en algunos tramos del trazado barcelonés, adquirieron entidad propia al convertirse en muestra de la nueva dimensión urbana. Desgraciadamente, todas estas operaciones se llevaron a cabo teniendo en cuenta únicamente los factores impuestos por el tráfico rodado, sin considerar la fractura que en la ,ciudad las obras de fábrica producían y sin respetar las arquitecturas vecinas, frente a las que se levantaron con arrogante y molesta indiferencia.
En ciudades de menor tamaño, las circunvalaciones reforzaron el peso en el planeamiento de las redes viarias al provocar un definitivo cambio en la estrategia del suelo, con frecuencia, la nueva vía se convierte en inevitable eje para todos los asentamientos de alguna importancia, fenómeno que todavía se hizo más patente en los pequeños núcleos de población en los que "variantes" y " desvíos" se erigieron en auténticos instrumentos de planeamiento.
Solamente en contadas ocasiones, de las que tal vez la M-30 madrileña sea la más clara muestra, el planeamiento que se deriva de la incorporación del automóvil a la ciudad se llevó a cabo con la escala debida, ofreciendo una imagen de ciudad poco frecuente, pero que en cuanto tal no entraba en colisión con la antigua y reflejaba fielmente las nuevas formas de vida.
Habría que mencionar también, en este momento, la realización de otras obras de infraestructura de gran envergadura tales (como el desvío del Turia, en Valencia, o la "corta" del Guadalquivir, en Sevilla, que, emprendidas en razón e intereses ajenos al estricto desarrollo de la ciudad, iban, sin embargo, a tener una importancia trascendental en ambas; desgraciadamente ni en uno ni en otro caso la operación se ha visto acompañada por la fortuna.
Transformación mediante cambios de ordenanza y operaciones puntuales de muy diversa importancia, según los casos, de los centros de las ciudades, que pierden su fisonomía a cambio de una genérica idea que asocia, o asoció en su día, el progreso y la modernidad a la altura.
El afán de modernidad que, como quedó dicho, impregnaba los sentimientos de la sociedad española, hacía ver las ciudades como espejo de un pasado poco atractivo que era preciso olvidar si se deseaba un genérico progreso, y de ahí que las ordenanzas dictadas para actuar en ellas procuren dar paso a formas constructivas y a tipologías que puedan ser entendidas como signo y promesa de la tan anhelada modernidad. Como, por otra parte, tales formas y tales tipologías coinciden con una mayor densidad, el interés de los privados bien pronto se erigió en defensor de las transformaciones de las viejas ordenanzas, con lo que, al juzgar los estragos sufridos por las ciudades, resulta difícil asignar responsabilidades ya que, con frecuencia, en aras de una nueva ciudad y una nueva arquitectura, lo que en realidad se defendía era, simplemente, un uso mas ventajoso del suelo.
Hemos asistido así, en función de la aplicación de nuevas ordenanzas que permitían una mayor altura (merced a que las técnicas la hacían posible), nuevas formas de vivienda (ya que el mercado así parecía exigirlo) y una nueva estética (que los arquitectos solicitaban con ardorosa urgencia) a la sistemática destrucción de los ensanches, dándose al traste con las escalas, tanto volumétricas como constructivas que los caracterizaban.
La extensión indiscriminada de algunas prácticas constructivas las convirtió, en virtud de las ordenanzas que les daban legitimidad, en obligada norma para la utilización del suelo; en este sentido, pienso que tendrá que explicarse en el futuro el abuso de una ordenanza como aquella que permite un vuelo de un metro, criterio que se aplica con carácter de norma, venga a cuento o no, destrozando por doquier las proporciones de calles y espacios cuyo valor radicaba en el sistema de medidas en que se apoyaban.
Por otra parte, los nuevos programas de las viviendas exigían también modificaciones profundas del uso del suelo (dimensiones de las ventanas, nuevas normas de higiene, ascensores, etc.) que tuvieron su efecto inmediato. Desgraciadamente, este tipo de actuaciones afectó a los cascos históricos y a los ensanches que, hasta entonces, habían mantenido su integridad gracias a que el criterio del respeto a la arquitectura de cada época se esgrimía como razón última e irrefutable; la abundancia de ejemplos es tal que no se hace precisa la cita.
Pero, a esta transformación de la imagen de las ciudades, debida a la aplicación de ordenanzas puestas al día, hay que sumar la que se produjo a través de operaciones puntuales de mayor ambición que cobraron la forma de centros cívico-comerciales o de edificios singulares, según fuese la importancia de la ciudad en que se producían.
La elevación del nivel de vida que se produjo durante los años sesenta dio lugar a la rápida evolución de la sociedad española, evolución que, inmediatamente, iba a quedar reflejada en los centros de las ciudades. Bancos, grandes almacenes, sedes de empresas industriales que gozan de aparente buena salud durante los años del desarrollo, hoteles, edificios de apartamentos para una nueva clase de cuadros medios, etc., se hacen dueños de los centros, los cuales sufren una profunda transformación. Madrid, Barcelona, Bilbao, Valencia, etc., van a contemplar así los intentos que los operadores económicos mas activos hacen por dotar a la ciudad del sistema de servicios urbanos que piensan que caracteriza a una ciudad moderna.
En Madrid, la Administración intenta coordinar los esfuerzos por llevar a cabo tal transformación proponiendo, tras preparar suelo con vocación de centro en los alrededores de la prolongación de la Castellana, la creación de un centro cívico comercial metropolitano en la proximidad de los Nuevos Ministerios.
El proyecto premiado en un concurso convocado al efecto (1958), aceptaba por completo los principios de la arquitectura moderna, confiando al juego equilibrado de los volúmenes la disposición de los mismos.
La retórica de los espacios públicos abiertos, en los que el contraste entre las construcciones en altura y los cuerpos bajos incorporados a grandes, áreas libres, ajardinadas dotaba de interés plástico al espacio, era, al fin, entendida, poniéndose término así a la ciudad concebida como ensanche.
La historia del centro cívico sobre la Castellana, la historia de AZCA, puede ser entendida como paradigma de lo ocurrido en los centros de las ciudades, españolas durante estos años. El retraso con que se produjo la construcción del mismo -esperando los propietarios del suelo poner éste en valor cuando toda el área en torno estuviese consolidada-, obligó a numerosos retoques que hoy desvirtúan por completo la propuesta inicial, y el resultado muestra el encuentro entre las arquitecturas más dispares, en las que el rascacielos se presenta o bien como la extensión natural de las casas madrileñas con terrazas o bien como sofisticado construcción de acero y vidrio.
La excesiva densificación se ha traducido en inhabitables espacios, y el criterio de absoluta separación entre coches y peatones ha dado lugar a una red inferior de tráfico rodado escasa y mal trazada que, para colmo de males, hace casi imposible el acceso de los viandantes a ellos.
La fantasía de una sociedad neo-capitalista, que soñaba con servirse de la técnica para poder incluir naturalmente en el ambiente urbano la complejidad de la vida moderna, se vio, una vez más, frustrada por una realidad que ha sido incapaz, tanto desde el proyecto como desde la gestión del mismo, de generar un centro popular vivo y activo.
En otras ciudad es, la falta de un proyecto tan ambicioso como éste ha dado lugar a que las construcciones de los años sesenta y setenta con voluntad de ser centro, se hayan producido sobre vías de circulación rodada que han perdido su condición de calle para convertirse en eje sobre el que los edificios en altura de desigual arquitectura se alinean, produciéndose un cierto diálogo entre ellos y áreas ajardinadas; la prolongación de la Diagonal en Barcelona es un claro ejemplo de este tipo de actuaciones.
Pero estos intentos, más o menos controlados, se producen paralelamente a otro tipo de iniciativas que tomaban la forma de remodelaciones parciales o puntuales e, indefectiblemente, comenzaban con el derribo y expolio de un palacete del XIX rodeado por un jardín y terminaban con la aparición de un edificio en altura, al que inevitablemente se calificaba de edificio singular para quedar al margen de cualquier posible norma.
Apenas hubo ciudad de mediana importancia que no sufriese la construcción de algún (o algunos) edificio singular que, por lo general, se caracterizan por la vulgaridad de su arquitectura.
Dentro de esta política de operaciones singulares es obligado reseñar el episodio de la Plaza de Colón en Madrid, en donde los desgraciados efectos de la destrucción del patrimonio vinieron acompañados de la sustitución del mismo por construcciones que no se distinguen ni por su calidad, ni por su adecuación al medio en el que se levantan.
Por último hay que dejar constancia del intento, llevado a cabo, de actuar en el centro de las ciudades mediante el desplazamiento de las viejas estaciones de ferrocarril, en un intento de coordinar y racionalizar el tráfico tanto de peatones como de mercancías. Madrid Barcelona, Zaragoza, Gerona, etc., vieron levantarse nuevas estaciones, en tanto que sobre muchas otras ciudades los proyectos no pasaron de ser tales.
Construcción de edificios institucionales, sobre todo escuelas y hospitales en los extrarradios, que se incorporan a la ciudad con irrespestuosa autonomía y en los que los criterios de construcción, dictados por la arquitectura, apenas consideran los datos implícitos en todo terreno y la relación del mismo con el entorno urbano.
Las circunvalaciones, desvíos y variantes que se construyen durante este período no sólo resolvían los urgentes problemas planteados por el tráfico en las ciudades, sino que descubrían, hacían disponible suelo que hasta entonces había estado olvidado.
Ya se dijo que, al margen de cualquier otro tipo de planeamiento, las ciudades tomaron como pauta para su crecimiento las nuevas redes viarias; pues bien, quienes en primer lugar advirtieron las pos posibilidades que este nuevo suelo encerraba fueron las instituciones, a las que veremos situarse, sistemáticamente, sobre las vías, aprovechando así, por un lado, el mejor precio del suelo y, por otro, la oportunidad de contar con una, superficie que difícilmente se hubiesen podido encontrar en la siempre congestionada ciudad antigua.
Al trasladar a la periferia sus servicios más preciados, salud y enseñanza, la ciudad comienza a prescindir del centro como exclusivo soporte de los servicios fundamentales y a sentir la periferia como la nueva ciudad. De ahí la importancia que operaciones de este tipo, dado su volumen, pudieron haber tenido sobre la estructura urbana.
Sin embargo, y desde una visión global de los hechos, estas operaciones han sido, en lo que a la ciudad se refiere, una ocasión fallida, pues a diferencia de lo ocurrido con las sedes institucionales en el siglo pasado, modelos de dignidad y decoro, la arquitectura de que la Administración ha sido responsable está marcada por su falta de interés, trivialidad, y, en el fondo, sumisión a las imposiciones de la industria de la construcción que ha actuado, casi siempre, tomando una iniciativa que no le correspondería si quienes representaban a la Administración -políticos, funcionarios y arquitectos- hubiesen tenido más seria conciencia de sus obligaciones.
Formación de áreas industriales indiscriminadas sobre las vías de acceso las ciudades.
El trasvase de población del campo a la ciudad iba a llevarse a cabo a costa de la tan deseada industrialización, condición "sine qua non" para que el país alcanzase el status de moderno y desarrollado. Un fenómeno como éste forzosamente debía hacerse notar sobre las ciudades y así fue.
Olvidando aquellas operaciones más amplias, y en cuanto tal autónomas, que traía consigo el asentamiento de las grandes empresas multinacionales y las de la industria pesada o química, que tan decisiva influencia en ciudades como Avilés o en litorales como los de Huelva y Tarragona, nuestra atención pasará a centrarse en aquellas otras, tal vez de menor escala, pero que tuvieron, sin embargo, una mayor trascendencia sobre pueblos y ciudades.
La preparación de suelo industrial fue una de las mayores preocupaciones de los municipios durante los años cincuenta y sesenta. Tomó la forma de polígonos industriales allí donde la administración estaba más preparada y se sentía capaz de imponer unas ciertas condiciones previas al asentamiento, en tanto que, de un modo espontáneo, las vías de acceso a las ciudades menores y a los pueblos se convertían en naturales ejes de asentamiento para las industrias, de tal modo que, talleres y fábricas, respetando las alineaciones, dibujaron en ellos una curiosa y peculiar estampa de calle industrial. Ciudades como Burgos, Valladolid, Vitoria, etc., vieron como el suelo urbanizado de sus arrabales se llenaba de actividad mediante la instalación en las amplias parcelas de industrias, en general de transformación y relativamente modestas, que rivalizaban por mostrar su prosperidad amparándose en el brillo, con frecuencia "kitsch", de sus ostentosas oficinas, con las que se trataba de ocultar la arquitectura más directa y menos pretencioso de los talleres y naves; al margen del interés que tienen estos polígonos como indicadores de una actitud cuyo análisis corresponde más a sociólogos e historiadores, hay que hacer constar que contribuyeron en forma importante a definir la estructura de las ciudades, tanto en virtud del tráfico que generaban, como por su incidencia en el planeamiento de las futuras áreas residenciales.
En cuanto a las espontáneas áreas industriales que se han levantado sobre las carreteras generales o sobre el acceso a las ciudades, se ha de señalar que dichas áreas han venido a ser hoy las auténticas puertas de la ciudad y con frecuencia las zonas más activas de la misma, si bien tal actividad parece coincidir con la más absoluta falta de control tanto en las construcciones como en el tráfico, con lo que el acceso a las Ciudades, es, hoy en la mayoría de ellas un espectáculo deplorable.
Por último, hay que hablar del impacto sufrido por los pueblos de menor escala al instalarse en ellos alguna industria: su imagen, la coherencia y continuidad con que se producía su caserío, ha quedado definitiva e irreversiblemente alterada por el volumen de un taller o una fábrica, construida, con harta frecuencia, sin otra preocupación que la económica, por lo que no hay que sorprenderse de la violencia con la que, tanto en términos de escala como de calidad, se enfrentan tales volúmenes con el próximo entorno urbano en el que se inscriben; desgraciadamente los ejemplos son tantos que la cita es algo inútil.
Proliferación en las inmediaciones de las grandes ciudades, como consecuencia de la aparente facilidad de los desplazamientos que ha traído consigo la civilización del automóvil, de áreas de segunda residencia a modo de ciudad jardín, en coincidencia con los límites de grandes fincas rústicas y, como réplica a escala más modesta, la construcción de vivienda "salpicada" sobre terreno agrícola, con la inevitable destrucción de éste.
Quien sobrevuele una ciudad española de tamaño medio se verá, en efecto sorprendido por este tipo de urbanizaciones cuya incidencia sobre el paisaje y sobre la estructura misma de la ciudad va a ser de mucho más alcance del que pensaban tanto quienes las proyectaron como quienes las legitimaron.
La eterna dialéctica entre el campo y la ciudad aparece una vez más, y el juicio que sobre este fenómeno se haga debiera forzosamente complementarse con ayuda de una interpretación sociológica que explicase las motivaciones que empujan, a las clases altas en primer lugar y a las más modestas más tarde, a escapar de la ciudad integrándose en un medio que desean ver todavía como rural, lo que explicaría el interés que los promotores tienen en ofrecer parcelas, a modo de pequeñas fincas, enclavadas en "prados largos", "dehesas viejas" o·"campos nuevos", procurando no perder el atractivo de una toponimia de origen todavía campesino que contribuye a fomentar las nostálgicas fantasías de quienes, trabajando en la ciudad, creen retornar al paraíso en su encuentro con lo privado.
Pero lo que nos interesa destacar ahora es que tales afanes se reflejan en una forma de residencia que se caracteriza por su condición de híbrido entre lo rural y lo urbano, y por una tolerancia estilística que llega a ser provocadora en su diversidad y que, tan sólo con los años y con la vegetación, alcanzará la discreción que en el espacio público debe tener la presencia de lo privado.
En todo caso, la oportunidad de construir una residencia digna ha quedado frustrada: las urbanizaciones se han producido sin otra lógica que aquella que acompaña a la especulación y sin que una política global haya dado sentido a estas actuaciones.
Quizás la falta de una auténtica experiencia de la ciudad-jardín, de la que tan pocos ejemplos cabe mostrar en nuestro país, sea, en último término, responsable de que un proyecto de residencia suburbana como el descrito haya podido ser aceptado sin crítica ni control alguno.
Desgraciadamente, el fenómeno se ha ido extendiendo más allá de lo, núcleos de población importantes y hoy, el tópico deseo de contactar con un medio más natural que aquel en el que se vive y que una movilidad proporcionada por el automóvil, parece propiciar, ha llevado a una auténtica proliferación de viviendas aisladas, tanto sobre campos de cultivo como sobre parajes intactos, produciendo una alteración de los mismos tal vez irreversible: la falta de una disciplina urbanística y el más absoluto desprecio por la posibilidad de que nuestras acciones afecten a terceros se pone una vez más de manifiesto.
El efecto del turismo sobre el paisaje, en especial sobre las costas.
Por último, pienso que en una relación como ésta hay que incluir una nota sobre la incidencia que, tanto sobre el paisaje como sobre determinados ambientes urbanos, ha tenido la construcción destinada a satisfacer la demanda turística.
Fuente de divisas fundamental para la economía española, el fenómeno del turismo se ha hecho notar en playas y costas, en valles y laderas, que pronto se vieron afectadas por la iniciativa de los promotores, deseosos de ofrecer al turista las primicias de paisajes hasta entonces vírgenes.
Las playas han sido, tal vez, los parajes más dañados, dado que los promotores, en conexión con empresas hoteleras, se lanzaron sobre ellas, levantando apartamentos y hoteles, sin otro propósito que almacenar viajeros y sin más restricción que la dictada por la economía.
Los cientos de hoteles y los millares de apartamentos construidos responden a principios tipológicos de una sencillez rayana en la miseria y, con la excusa de construir según los principios de arquitectura impuestos por el Movimiento Moderno, los arquitectos produjeron, con frecuencia, auténticos esperpentos.
Las playa, españolas, puede decirse que casi sin excepción, han quedado dominadas por bloques de estructura de hormigón mezquinamente acabados, construidos sin más preocupación que la de poder ofrecer al posible turista "una terraza con vistas sobre el mar", compitiendo entre sí, buscando, simplemente, un mayor volumen y produciendo, a la postre, la destrucción del paisaje que se pretendía ofrecer a los turistas.
No han faltado, sin embargo, quienes han intentado ver con buenos ojos, algunas de las nuevas ciudades creadas a impulsos del turismo, entendiendo que, en lugares como Benidorm o Torremolinos, el urbanismo espontáneo había logrado satisfacer a la demanda; el instinto del promotor habría estado cargado, para ellos, de mucha mayor racionalidad que el discurso académico de los urbanistas, obligados a respetar una ortodoxia que no era utilizable, sin embargo, para el extraño tipo de ocupante de la ciudad de vacaciones que es el turista.
Pero estos argumentos que han servido en los últimos tiempos para entender algunos aspectos positivos de un urbanismo deliberadamente marginal no podrían, desgraciadamente, extenderse a tantas otras playas (y bastaría pensar en el Arenal o Magaluf en Palma, en el Puerto de la Luz de Santa Cruz de Tenerife, en la Playa de San Juan en Alicante, o en la en otro tiempo hermosísima Playa de Laredo) para poder justificar el lamento que inevitablemente se produce al contemplar la destrucción de las ciudades, y del paisaje que la arquitectura al servicio de los turistas trajo consigo.
La conciencia de que el crecimiento de las ciudades no se producía de acuerdo con los propósitos que parecían animar tanto a la Administración como a los urbanistas, y de que los paisajes más hermosos se encontraban en una situación extraordinariamente comprometida ante las presiones del turismo, estaba en la mente de quienes se ocupaban de estas cuestiones desde mediados de los años sesenta.
Este cambio de sensibilidad podría explicarse desde muy distintos puntos de vista. Cabría decir, en primer lugar, que la situación política y social a la que se enfrentaba el Régimen en aquellos años era ya mucho más delicada y que se dibujaba ya entonces con claridad la presencia de una oposición dispuesta a utilizar las actuaciones urbanísticas para plantear una dura critica; de ahí que haya de mencionarse el peso que tuvieron las "asociaciones de vecinos", convertidas en interlocutores populares de la Administración, a la que exigieron con fuerza, desde el primer momento, tanto el mantenimiento de los "standards' prometidos, como la conservación de todas aquellas construcciones que lo merecían y a las que, sin embargo, la especulación al uso empujaba inexorablemente hacia la destrucción.
Pero posiblemente una visión de este tipo olvidaría aspectos más generales, tales como la incidencia de la crisis energética que se traducirá inmediatamente en. la restricción de la actividad constructora y que, y tal vez no por casualidad, coincidirá en el tiempo, más o menos, con la, severa revisión crítica a que es sometido el cuerpo doctrinal que alimentaba a la arquitectura y al urbanismo considerados hasta aquel momento progresistas y modernos.
La puesta en crisis de la confianza que hasta entonces se había tenido en el planeamiento, al que en los años anteriores se había intentado convertir en una ciencia poco menos que exacta, reflejaba la insatisfacción ante los resultados conseguidos por un urbanismo que todavía se sentía inspirado en los principios del CIAM y construido según las normas que predicaba la arquitectura del Movimiento Moderno; la ciudad construida en los últimos años no daba lugar al entusiasmo y comenzaba a ser sometida a crueles e inexorables críticas, tanto desde el campo de la sociología y de los usuarios como desde el de los críticos y los arquitectos, en tanto que y como contrapartida, la ciudad antigua era presentada como paradigma de lógica y coherencia, como la auténtica ciudad racional.
Toda una serie de estudios teóricos apoyan esta actitud. Por un lado, se postula el ideal de una ciudad continua, menos zonificada, más próxima, en último término, a la ciudad antigua. Por otro, se ataca la idea de habitación en boga y se investigan nuevas formas de vivienda, siguiendo directrices que pueden ser calificadas de tradicionales.
Hasta la Administración parece ser consciente del cambio que se ha operado y, con una actitud que puede entenderse incluso como autocrítica, promulga, en 1976, la Nueva Ley del Suelo que viene, sin prescindir por completo de lo legislado en 1956, a intentar corregir algunos de los errores a que inducían los principios teóricos en que se apoyaba la vieja Ley.
La redacción de los Planes Generales con el espíritu de la Ley de 1956 obligaba a una mecánica que conducía a la calificación indiscriminada del suelo, frente a la cual, la Nueva Ley del Suelo de 1976 propondrá una calificación del mismo más condicionada por la realidad inmediata, realidad en la que se pretende que las disponibilidades de los Ayuntamientos jueguen un papel importante; frente a un planeamiento a largo plazo, la Nueva Ley propone un planeamiento más flexible y actualizable, estableciendo el obligado paso de revisión de los Planes en ocho anos y frente a un cierto olvido, más o menos consciente, de la ciudad antigua, la Nueva Ley del Suelo describe los medios a través de los cuales poder actuar en ella. La seguridad y confianza que animaban a la Ley del Suelo de 1956, han dado paso a la actitud más modesta que refleja la Nueva Ley, si bien pretenda ser más manejable, más operativa.
Ante una situación como ésta, caracterizada tanto por la crisis de actividad como por la actitud eminentemente crítica del pensamiento teórico, no puede sorprendernos el que las autoridades de quienes depende hoy la gestión urbanística hayan actuado con cautela, apoyándose la mayor parte de las veces en una estrategia de actuación puntual y discontinua, y centrándose en aspectos tales como la atención a reivindicaciones específicas, la disciplina y de lo dispuesto en los Planes, el deslinde de atribuciones y competencias entre los distintos organismos que han entendido de estas materias, el establecimiento de normas para la conservación del patrimonio existente, o el fortalecimiento de la capacidad técnica de las oficinas públicas.
Sin duda, toda esta actitud ha de servir para poner las bases de realismo y capacidad de gestión que la Administración necesita para poder controlar y dirigir el crecimiento de las ciudades; pero, una vez puestas estas bases y superada la actual coyuntura económica, sería deseable que se rompiese la tregua en que, por muy diversas causas, el desarrollo de las ciudades españolas parece, en estos momentos, encontrarse, sobre ellas la reflexión crítica de estos años, los arquitectos y los urbanistas pueden mirar al futuro sin la mala conciencia que sobre ellos refleja hoy el espejo del inmediato pasado.