LA CONSTRUCCIÓN DE LOS LUGARES PÚBLICOS.
NOTAS PARA UNA ETIMOLOGÍA DE LA FORMA URBANA.
Carlos Martí Arís
Diciembre de 1999
Preámbulo
El Seminario de la V Bienal de Arquitectura celebrado el pasado verano en Santander, partía de una observación que, implícitamente, contiene ya un diagnóstico que puede enunciarse en los siguientes términos: la ciudad tradicional, se ha caracterizado, a lo largo de la historia, por la presencia de lugares públicos capaces de darle una identidad precisa y una forma reconocible; por el contrario, la ciudad contemporánea encuentra serias dificultades para definir los lugares públicos que le corresponden, lo cual se manifiesta en la progresiva pérdida de aquella inteligibilidad que hacía de la ciudad tradicional un cosmos habitado por una colectividad.
Nótese que estamos hablando de lugares públicos y no de espacios libres y menos aún de terrains vagues. O sea que nuestro interés se centra en aquello que siempre ha distinguido la ciudad del simple asentamiento. No se trata, pues, de un problema de diseño del espacio libre o de una cuestión de embellecimiento urbano. Lo que está en discusión es la arquitectura de la ciudad en tanto que representación y plasmación de los valores colectivos. Tal es la misión que la ciudad encomienda a los lugares públicos, caracterizados a menudo por la superposición inextricable de espacios abiertos y cerrados, de plazas y edificios, de naturaleza y arquitectura.
La atrofia de los lugares públicos es un rasgo distintivo de la ciudad de nuestros días. Es, además, el síntoma de una dolencia más grave que afecta, en mayor o menor medida, a todas las actuales sociedades urbanas. De hecho, son muchas las ciudades que, aún hoy, siguen viviendo de la renta que les proporcionan los lugares públicos formados y sedimentados en el pasado, sin que las últimas décadas hayan aportado ningún nuevo elemento sustancial que añadir a ese legado histórico. Es frecuente encontrar ciudades que habiendo crecido desaforadamente, han mantenido en cambio, si acaso con ligeros retoques, el mismo sistema de lugares públicos que ya poseían hace cien años, el cual se ve obligado a soportar, cada vez con más dificultad, el peso de una expansión urbana desproporcionada.
¿Quiere ello decir que el problema de dotar a la ciudad contemporánea de lugares públicos adecuados a su tamaño y carácter es anacrónico y que, por tanto, la metrópolis actual debe asumir su incapacidad para hacer que prevalezca esa dimensión pública que parece estar en la raíz etimológica de todo hecho urbano? ¿O más bien significa que el problema debe pensarse desde otra perspectiva, investigando el modo en que los usos, los ritos y las formas urbanas pueden, hoy en día, encarnar el sentido de lo público?
Estas eran, entre otras, las preguntas que planteaba el Seminario, aún a sabiendas de que encontrar las respuestas es un objetivo a largo plazo que requerirá la aportación coordinada de múltiples investigaciones procedentes de diversas disciplinas. Sin embargo, tal vez se haya logrado plantear las preguntas adecuadas de un modo más exacto y pertinente. El problema, en cualquier caso, ha sido afrontado sin eludir su intrínseca complejidad, como se ve leyendo las ponencias que aquí se publican. Las notas que siguen no son más que el esbozo rápido de algunas de las ideas que han aflorado con más claridad tras la reflexión llevada a cabo.
1.- La continuidad histórica de los grandes modelos: el ágora y el foro.
Una primera constatación que surge al estudiar el tema de la construcción de los lugares públicos es la necesidad de remitirse a la historia de la disciplina arquitectónica y urbanística para fundar en su legado un conocimiento que nos permita afrontar los retos del presente. Esta mirada retrospectiva hacia la historia nada tiene que ver con la nostalgia. Es, al contrario, un modo de tomar impulso para dar ese salto que la realidad contemporánea reclama de nosotros, y para hacerlo de manera que no se convierta en un salto en el vacío.
En la ciudad antigua de la civilización greco-latina encontramos ya completamente definidos los dos grandes modelos de configuración del lugar público. En efecto, el ágora de la ciudad griega y helenística y el foro de la ciudad romana representan dos modos de entender el lugar público central de la ciudad que, más allá de sus estrictas coordenadas geográficas e históricas, reaparecen en cualquier situación, siendo su universalidad una prueba más de la inexorable continuidad de las aspiraciones humanas en el curso del tiempo.
El ágora aparece como un espacio urbano surgido de las relaciones recíprocas que establecen entre sí una serie de elementos o piezas autónomas que adoptan, cada una de ellas, su propia estrategia de implantación. En el ágora, diversas obras de arquitectura se coordinan entre sí mediante una compleja red de relaciones visuales, sin que ello les obligue a someterse a una única disciplina geométrica o a supeditar sus particularidades a las leyes del conjunto. El ágora define así una estructura abierta, sin límites precisos, que incorpora, como un elemento más, el paisaje circundante y establece un intenso diálogo con la naturaleza. El foro, en cambio, se propone como un espacio recintado y acotado, en que los elementos arquitectónicos se yuxtaponen y aglutinan, perdiendo parte de su relativa autonomía, para formar un escenario artificial continuo, volcado sobre sí mismo, que asume la representación de lo urbano como un "interior" netamente desligado del campo y del paisaje "exterior".
Basta comparar dos ejemplos arquetípicos como son el ágora de Olimpia y el foro de Pompeya, para comprender la sustancial diferencia que existe entre ambos modelos. En Olimpia el lugar público del ágora se instala en la naturaleza sin desfigurarla. Los elementos se destacan como piezas aisladas y en torno a ellas fluye un espacio continuo sometido a tensiones divergentes. En Pompeya el foro surge de la supeditación de los elementos a una ley que les obliga a todos. Es un espacio regular, cerrado y concluso, concebido como un gran salón sin techo, análogo en forma y proporciones al de las Basílicas que lo envuelven.
Si bien la tradición del ágora sigue viva en muchos ejemplos posteriores al mundo helenístico (pensemos, por ejemplo, en el extraordinario lugar en que se asienta la Catedral de Pisa y sus cuerpos anexos, al que se conoce con el nombre de Campo dei Miracoli), es indudable que el modelo encarnado por el foro, caracterizado por la cohesión del espacio y la uniformidad de la arquitectura, es el que prevalece en las etapas posteriores de la historia urbana occidental y termina afirmándose en los ejemplos de las plazas clásicas (ya sea la place royale francesa o la plaza mayor española o cualquier otra variante), donde adquiere una forma canónica que aún hoy ostenta una considerable hegemonía.
Sin embargo, desde que la cultura ilustrada de la segunda mitad del XVIII inaugura un nuevo ciclo en la concepción de la forma urbana, basada en la idea de una ciudad abierta y expansiva, profundamente imbricada con su propio territorio, el modelo del ágora cobra una nueva vigencia que durante los últimos cien años no ha hecho más que confirmarse. En efecto, las experiencias más significativas de la arquitectura moderna con respecto al tema de la construcción del lugar público parecen decantarse hacia el modelo del ágora, ya sea por la presencia de piezas arquitectónicas autónomas cuyo ámbito urbano se genera sobre todo por irradiación, con el consiguiente predominio de los espacios convexos y fluyentes, ya sea por la voluntad de apertura de esos lugares públicos a la naturaleza y al paisaje, tratando de superar la idea de acotación o clausura del espacio urbano a través de la incorporación de elementos externos capturados por el juego de relaciones que el engranaje arquitectónico pone en marcha.
Si pensamos en algunos de los proyectos de los grandes maestros de la arquitectura moderna encontraremos una confirmación de lo dicho. Baste citar tres casos, el Capitolio de Chandigarh proyectado por Le Corbusier, el enclave urbano del Chicago Federal Center concebido por Mies van der Rohe, y el Centro Cívico de Seinäjoki construido por Alvar Aalto, por poner tres ejemplos que corresponden a escalas de intervención muy distintas, para darse cuenta de hasta qué punto el concepto del ágora, por su capacidad de hacer compatible la presencia de piezas heterogéneas entre sí, desligadas físicamente aunque vinculadas por una serie de relaciones visuales, encuentra en la cultura contemporánea, poca dada a aceptar las formas férreamente jerarquizadas por una única disciplina geométrica o sometidas a un único centro, un fértil campo de aplicación y experimentación. Sin que ello suponga que el modelo del foro, por otra parte tan bellamente expresado en proyectos tales como el de Moneo y Oíza para el Anillo Olímpico de Barcelona o el de Monestiroli para el nuevo Campus de la Universidad Politécnica de Milán, pierda fuerza o influencia como referente básico.
El ágora y el foro: he aquí dos formas de concebir el lugar público urbano, dos ideas precisas de arquitectura y de ciudad que, a pesar de hundir sus raíces en el pasado, desafían, con sorprendente vitalidad, el paso del tiempo, y siguen declinando sus potencialidades y procurando soluciones a los problemas que la ciudad contemporánea suscita.
2.- El sistema de los lugares públicos como esqueleto de la ciudad.
Cuando nos referimos al conjunto de los lugares públicos que estructuran la ciudad definiéndolo como un sistema, estamos poniendo en evidencia que los lugares públicos no actúan como puntos aislados e inconexos, ni como fragmentos discontinuos inmersos en la masa urbana, sino que tienden a establecer unas condiciones de forma capaces de garantizar su mutua conexión y coordinación. Que esos lugares operan en la ciudad como un sistema quiere decir que se comportan como un conjunto articulado de elementos y forman una trama continua de puntos y líneas cuya misión es vertebrar la ciudad y dotarla de una estructura reconocible.
Llevando un poco más lejos la analogía biológica que está implícita en la palabra sistema, cabe decir que al conjunto articulado de los principales lugares públicos le corresponde, en la ciudad, un papel similar al que juega el esqueleto en el cuerpo de los animales vertebrados. En efecto, los lugares públicos actúan como un sistema óseo, como un armazón que sostiene el cuerpo de la ciudad y logra mantener unidas sus diversas partes. Pero, como sabemos, todo esqueleto debe estar proporcionado al cuerpo al que está dotando de estructura. Cuando el cuerpo de la ciudad experimenta un crecimiento que no se acompaña del correspondiente aumento y refuerzo de su sistema óseo, sobreviene el colapso. Esto es lo que, con demasiada frecuencia, le ocurre a la ciudad contemporánea, cuyos tejidos residenciales, industriales o terciarios crecen desmesuradamente sin que aparezcan elementos estructurales que permitan mantener una relación equilibrada entre la totalidad del organismo urbano y la estructura que lo sostiene.
Al estudiar los grandes ejemplos de la historia urbana, ya sean Éfeso o Compostela, Lubeck o Florencia, se aprecia de inmediato ese equilibrio, esa adecuada proporción entre la ciudad en su conjunto y el sistema de lugares públicos o elementos primarios que definen su estructura, el cual está configurado por una serie de núcleos o polos de atracción, unidos entre sí por recorridos dotados de intensidad urbana. A través de esta estructura elemental formada por puntos y líneas, se genera una serie de itinerarios o secuencias que enlazan los lugares públicos, creando unos ritmos y cadencias espaciales que constituyen el rasgo distintivo de cada ciudad y determinan su especificidad como hecho urbano.
El lugar público lo es en la medida en que se conecta física o visualmente con otros puntos de la ciudad o del territorio, formando un entramado de relaciones capaces de dotar de estructura a la totalidad de la ciudad. Ni tan siquiera en los organismos más elementales el lugar público puede entenderse como un fenómeno aislado. En cualquier pequeña ciudad amurallada la plaza va siempre acompañada de una calle principal que la enlaza con otros puntos significativos tales como un santuario o una puerta del recinto urbano.
De ahí el relieve que cobran los espacios lineales en el sistema de lugares públicos, los cuales llegan a rivalizar en importancia con las plazas o espacios nucleares. Pensemos en las calles porticadas de la cultura helenística (como las de Efeso o de Side, que vinculan dos puntos neurálgicos de la ciudad: el ágora y el puerto, mediante un recurso arquitectónico que consiste en enfrentar dos stoas que flanquean la calle en todo su trazado, construyendo así un auténtico mercado al aire libre). Lo mismo ocurre en la ciudad mercantil europea (bastaría pensar en el ejemplo arquetípico de Berna), donde la componente lineal de la implantación se materializa en una calle principal que asume el papel de elemento vertebrador del conjunto.
El sistema de lugares públicos de cualquier ciudad puede expresarse gráficamente con un esquema elemental formado por puntos y líneas. Los puntos se corresponden con lugares nucleares, ya sean monumentos, plazas u otros espacios significativos de la topografía urbana, y suelen ser manifestaciones del poder civil, religioso o militar, mientras que las líneas (ya sean rectas o tortuosas, continuas o entrecortadas) tienden a identificarse con la actividad comercial y el mercado, y en época más reciente, con los grandes espacios ligados al ocio y al descanso.
Para que los lugares públicos de la ciudad formen un verdadero sistema es imprescindible que exista entre ellos esa continuidad que les permite trabajar como un conjunto articulado y coordinado. Los medios para lograr esa continuidad pueden ser muy dispares según las circunstancias. En Ispahan, la antigua capital de Persia, como en tantas otras ciudades orientales, esa misión se confía a los zocos o itinerarios comerciales que unen entre sí los puntos fuertes de la estructura urbana. En la Roma renacentista, o en el París neoclásico, ese papel recae en los grandes ejes perspectivos y en el dispositivo visual que ellos generan. Mientras que en Londres o en Boston, en tanto que ciudades pioneras de una concepción más moderna, ese papel corresponde a los grandes parques y corredores verdes que forman la trama continua en la que se reconoce la dimensión pública de la ciudad.
En cualquier caso, la discontinuidad del tejido urbano es uno de los principales obstáculos con que tropieza la ciudad contemporánea para construir un sistema de lugares públicos análogo en potencia y trabazón al de la ciudad histórica. La tendencia actual del territorio urbano a fragmentarse y expandirse, hace cada vez más difícil generar situaciones que logren restablecer los nexos entre las diversas partes que componen la ciudad dispersa.
3.- El rol de la geografía en la definición de los lugares públicos.
En todo asentamiento existen ciertos enclaves que adquieren, de un modo indiscutible, la condición de elementos primarios o rasgos fundamentales de su estructura. De hecho, la experiencia demuestra que no basta con la voluntad humana para hacer de un sitio cualquiera un verdadero lugar público, es decir, un lugar capaz de encarnar y de representar valores colectivos. Para que eso ocurra hay que contar también con la disposición del sitio para cumplir el papel que se le asigna, y eso requiere una paciente tarea de auscultación que nos permita entrar en sintonía con las vocaciones del sitio. Ya que, en efecto, los principales lugares públicos de la ciudad parecen estar predestinados a ser lo que son a causa de una larga serie de determinaciones históricas y geográficas que el hombre puede tan sólo desentrañar o descubrir pero no puede, en ningún caso, inventar.
Si pensamos en ejemplos tales como la Rambla de Barcelona o la Piazza del Campo de Siena, nos damos cuenta de que la fuerza y el magnetismo que esos lugares ejercen, o el modo tan intenso con que marcan los ritos colectivos de las comunidades a las que pertenecen, proviene de algo que cabría denominar la vocación del sitio, es decir, una querencia o predisposición del sitio basada en un cúmulo de determinaciones de orden topológico que, mas allá de cualquier premeditación, hacen de él un espacio propicio para asumir el carácter de elemento primario de la estructura urbana.
En Barcelona, la Rambla, durante mucho tiempo no fue más que una explanada a pié de muralla, un espacio marginal y externo. Sólo cuando, al ampliarse el recinto amurallado hacia poniente, el espacio de la Rambla quedó englobado en la ciudad, apareció de repente como un vacío dotado de un extraordinario valor de posición: una especie de cauce natural en el que confluyen las diversas partes del denso tejido de la ciudad histórica. La conversión de ese espacio en un amplio paseo arbolado que relaciona una de las principales puertas de la muralla con el puerto, no hace más que confirmar el valor primordial de la Rambla en la estructura urbana de Barcelona. Análogamente, cabe entender la Piazza del Campo de Siena como el fruto de un laborioso trabajo de modelado que hace de ella un singular punto de articulación de la topografía urbana que recoge los flujos que aportan las principales calles que desembocan en la plaza como en un lago en el todos esos flujos se remansan, antes de dar el salto al nivel inferior en que se sitúa la plaza del mercado.
Estos y otros análisis semejantes confirman que la determinación de los lugares públicos de la ciudad depende, en gran medida, de la incidencia de los elementos geográficos en la forma del emplazamiento. En la geografía residen, con frecuencia, las razones de fondo que explican el sentido primordial de la fundación de la ciudad. Puede decirse que los elementos geográficos constituyen la raíz etimológica de los hechos urbanos. El castillo fortificado en la cima de un monte, el puente que permite controlar un paso estratégico, el santuario que conmemora un hecho mítico acaecido en el lugar, el balcón sobre el paisaje que permite la apropiación visual del territorio que concierne a la ciudad; todos ellos son espacios propicios para poner de manifiesto el papel catalizador que la geografía juega en el proceso de construcción de los lugares públicos.
Algunos monumentos expresan con claridad los motivos de carácter militar, comercial o simbólico, que dan sentido al emplazamiento urbano y le otorgan una configuración precisa. Basta pensar, por ejemplo, en el convento del Cristo, en Tomar, o en la catedral-fortaleza de Lleida, ambos situados en la cima de un monte a cuyos pies se extiende la ciudad; o recordar la plaza de Gubbio o el ágora de Pergamo, ambas asomadas a un paisaje natural con el que entablan un intenso diálogo. En todos estos lugares, los elementos geográficos quedan profundamente entrelazados con la arquitectura hasta formar parte sustancial de ella, y esa es la razón por la que todos ellos alcanzan la condición de lugares públicos por excelencia, llegando a asumir la representación simbólica de toda la ciudad.
Cualquier intento de interpretar las vocaciones del sitio debe pasar por una consideración atenta de los elementos geográficos y de su profunda incidencia en la determinación de la forma urbana. Así, por ejemplo, Nápoles resulta incomprensible si se la ve abstraída de su marco geográfico: el imponente escenario natural de su bahía, dominada por la inquietante presencia del Vesubio, que se despliega entre los Campi Flegrei y la península sorrentina. Del mismo modo que Sevilla no puede ser explicada sin aquilatar la importancia que en su configuración posee el carácter navegable del Guadalquivir, que a la vez que la convierte en un seguro puerto interior, hace de ella la primera cabeza de puente que permite una fácil conexión entre las dos vegas del río.
Si examinamos la experiencia histórica, vemos que la ciudad nunca se ha construido de espaldas a la naturaleza sino en abierto diálogo con ella. El lago, la colina, la península, el valle, la llanura, el río o la bahía, son elementos arquetípicos de la geografía que a menudo se convierten también en ingredientes primordiales de la ciudad y en expresión de la voluntad humana de hacer habitable la naturaleza. Si hay algo permanente en la ciudad, más allá de cualquier vicisitud o transformación, es la presencia de los elementos geográficos como manifestación del vínculo indisoluble que existe entre ciudad y naturaleza, a pesar de que ese vínculo pueda pasar por etapas de oscurecimiento e incluso de olvido. La geografía, a menudo, además de explicarnos las razones originarias de la formación de la ciudad, nos da también las claves de su identidad y de su posible destino. A esto debió aludir el arquitecto napolitano Fabrizio Spirito cuando, en el curso de una conferencia, pronunció esta frase que es una intuición y, al mismo tiempo, un augurio: "muchas de nuestras ciudades, destruidas por la historia, podrán salvarse sólo gracias a la geografía".
4.- Complejidad e inteligibilidad: dos condiciones complementarias.
Para afrontar la construcción de los lugares públicos en la ciudad contemporánea hay que partir de un dato incontestable: las ciudades de hoy, tanto en las sociedades ricas y tecnificadas como en las pobres y "subdesarrolladas", se parecen muy poco a lo que fueron las ciudades del pasado. Allí donde el territorio urbano ha cuajado en estructuras metropolitanas, se ha producido una radical inversión del orden topológico tradicional: la ciudad ya no es un artefacto delimitado y concluso, un objeto autónomo circundado por la naturaleza, sino que, sometida a un proceso de expansión constante, es ahora una realidad inabarcable y mutante, cuyos límites se han hecho imprecisos y borrosos.
La ciudad contemporánea se basa en una estructura de carácter policéntrico. La triangulación del territorio que genera el trazado de las grandes infraestructuras, hace que queden englobadas en el nuevo sistema urbano grandes piezas de suelo libre, fragmentos de naturaleza que pasan a tener un papel especialmente activo en la vertebración de la nueva estructura. Pero lo que parece dar forma a la ciudad contemporánea es, ante todo, la movilidad, a cuyas exigencias se supeditan los demás aspectos. Sin embargo, no basta con asegurar la eficiente circulación de las personas, mercancías e informaciones a través de una vasta red de infraestructuras para garantizar la condición urbana de los nuevos asentamientos. Se requiere, así mismo, definir un nuevo sistema de lugares públicos capaces de interpretar la complejidad de los actuales fenómenos urbanos. Sólo así la ciudad podrá seguir siendo una entidad reconocible y comprensible para sus habitantes.
La complejidad no es un atributo exclusivo de la ciudad contemporánea, sino una condición esencial de cualquier hecho urbano. La ciudad surge donde hay diversidad de situaciones y pluralidad de contenidos, donde pueden estar mezclados el palacio y la plaza, el templo y el mercado. Por otra parte, el concepto de complejidad no puede convertirse, en ningún caso, en sinónimo de complicación y, menos aún, de confusión. Dicho de otro modo: nada impide que lo complejo sea también inteligible, y conseguirlo es una de las principales tareas que conciernen a la arquitectura contemporánea.
Hay, en la actualidad, una demanda explícita de inteligibilidad a la que debemos dar respuesta quienes nos ocupamos, de un modo u otro, de proyectar la forma urbana. Frente a la tendencia dominante que busca la caligrafía en los detalles sin preocuparse de la legibilidad del conjunto, hemos de ser capaces de configurar escenarios que recuperen el sentido de la claridad y la orientación, a partir de una redefinición del concepto de orden que no se identifique con lo simple, lo estable y lo uniforme, sino que pueda abarcar las categorías de lo múltiple, lo temporal y lo complejo.
En esa estrategia habrá de jugar un papel fundamental el tema de la construcción de los nuevos lugares públicos que corresponden a la ciudad contemporánea. Para asumir la idea de multiplicidad, el lugar público ha de nutrirse de muchos ingredientes y éstos han de poder manifestarse con autonomía, generando un orden que sea fruto de la coordinación mutua y no de la subordinación. Para incluir el concepto de temporalidad, el lugar público no habrá de concebirse como una estructura cerrada y definitiva sino como un estrato al que puedan superponerse otros estratos posteriores que lo enriquezcan con nuevos aportes. Para incorporar la noción de complejidad deberá mostrar los elementos que lo forman, generar entre ellos una distancia que permita verlos como personajes distintos de una representación cuyo objeto es la ciudad como hecho colectivo. En esa representación le corresponde un papel protagonista a la naturaleza, ya que sólo cabe hablar de lugar en la medida que naturaleza y arquitectura entren en sintonía y construyan dialécticamente el espacio urbano.